“Ha muerto un profesor, pero hay una gran
víctima, que es el niño”. Parece ser que esto ha declarado Irene Rigau,
consejera de educación, en relación a la tragedia del instituto Joan Fuster de
la semana pasada. La conjunción adversativa no deja mucho margen a la
interpretación: el profesor ha muerto, pero no es una víctima.
La consejera Rigau podría haber dicho
algo diferente. Por ejemplo, “ha muerto un profesor y hay otra víctima, que es
el niño”. ¡Lo que cambiaría sustituir un “pero” por un “y”!
Otra posibilidad: “ha muerto un profesor
mientras intentaba ayudar a una compañera y proteger al resto de los alumnos;
y, además, hay otra víctima, que es el niño”, Así hubiera resaltado la
abnegación del docente y su indudable mérito al haber acudido donde estaba o
podía estar el peligro en vez de huir.
Llegados aquí, qué menos que profundizar
en la idea y explicar que el profesor fallecido es ejemplo de la abnegación
pocas veces reconocida de quienes día a día no solamente intentan enseñar sino
también formar a nuestros niños y adolescentes pese al desprestigio social, lo
escaso de la remuneración de los interinos –como era el fallecido- y la
reducción de medios que se padece desde hace años. Dicho esto, añadiría que de
todas formas el niño también era un víctima.
Nada le impedía haberlo dicho, pero
prefirió dejar las cosas claras: los profesores no cuentan, ni siquiera cuando
mueren en su centro docente yendo más allá del cumplimiento de sus obligaciones
laborales. Pueden morir, pero no son víctimas. En el sueldo no solamente van
las horas de trabajo, sino aguantar lo que les echen, morirse si es preciso y
hacerlo sin llamar la atención, sin esperar el reconocimiento que nunca
llegará.
¿Qué han hecho los docentes para merecer
semejante desprecio?
No hay comentarios:
Publicar un comentario