El Síndic de Greuges de Cataluña insta al Ayuntamiento de Lérida a no utilizar el castellano en sus comunicaciones con los ciudadanos. Pese a que la formulación es que el catalán ha de emplearse "normalmente" para las comunicaciones de la administración el sentido es el antes apuntado, pues la resolución del Síndic se hace como respuesta a la queja presentada contra el Ayuntamiento de esa ciudad por haber decidido comenzar a realizar las comunicaciones en los dos idiomas oficiales de Cataluña, el catalán y el castellano (sin olvidarnos, por supuesto, del aranés).
A quienes no vivan inmersos en la espiral nacionalista catalana seguramente les sorprenderá que una decisión que amplia el número de lenguas que utilizará la administración para comunicarse con los ciudadanos pueda ser valorada negativamente. Al fin y al cabo, de lo que se ha de tratar es de facilitar las cosas y cuando, además, la lengua que la administración acoge es no solamente la oficial en todo el Estado (Cataluña incluida) sino también la materna de más de la mitad de los catalanes debería resultar sorprendente el planteamiento de una queja a esta ampliación de los derechos de los ciudadanos.
En Cataluña, sin embargo, esto es lo que sucede. Quienes vivimos aquí estamos acostumbrados a que toda manifestación política no sea más que la proyección del plan nacionalista y décadas de respirar un ambiente enrarecido por la pulsión identitaria han reducido incluso la capacidad de percibir la dimensión que tiene la retorsión de la realidad que se nos impone. Actuaciones que objetivamente deberían ser motivo de escándalo y general reprobación acaban siendo digeridas como algo natural. Personalmente, esto es lo que más me preocupa: es más grave la falta de reacción ante cada uno de los múltiples atropellos que padecemos que el propio atropello. Aquí lo podemos ver con claridad.
Lo primero que debería sorprender es que se presente como negativa la ampliación de las lenguas utilizadas por la administración para comunicarse con sus ciudadanos. En principio, toda facilitación en la comunicación con los ciudadanos debería considerarse positiva, y así sucede en otros países, donde, más allá de la oficialidad de una lengua, cuando ésta es utilizada por un porcentaje significativo de la población la administración intenta incorporarla de una u otra forma.
En el caso del castellano en Cataluña su utilización normal por la administración no debería plantear ninguna duda, siendo como es lengua oficial y, como se acaba de indicar, la materna de la mayoría de los catalanes. Lo que debería sorprender es que pese a todo ello se intente arrinconar su uso y hacerla desaparecer como lengua de articulación de la sociedad, en beneficio en este caso del catalán. Solamente desde un planteamiento nacionalista puede entenderse esta operación que implica una reducción progresiva de la presencia pública de la lengua mayoritaria entre los catalanes.
El carácter progresivo de esta reducción del papel del castellano se hace evidente si se repasa cómo el nacionalismo ha evolucionado desde la defensa del bilingüismo, en el momento en el que la presencia del castellano era todavía mayoritaria en la educación y en la administración, hasta llegar al monolingüismo en catalán que ahora se pretende. Es claro que esa defensa instrumental del bilingüismo por parte del nacionalismo catalán era tan solo táctica y orientada a la potenciación del catalán como fase previa a la exclusión de la otra lengua de los catalanes. Es una situación parecida a la vivida en relación a la utilización de la lengua materna en la enseñanza. Hace cuarenta años el catalanismo defendía la necesidad de escolarizar a los niños en su lengua materna, pero lo hacía tan solo para forzar la introducción del catalán, de tal forma que una vez conseguida la inmersión que ahora sufrimos se niega ese mismo argumento de la bondad de la lengua materna, lo que obligaría a tener en cuenta también el castellano.
El plan es, por tanto, diáfano, y por ello sorprende la escasísima resistencia a la que se enfrenta en la sociedad. Un ejercicio de ingeniería social como el descrito que pretende el desplazamiento del español en beneficio del catalán debería despertar las alarmas de los partidos democráticos, pues están en juego también los derechos lingüísticos de las personas, tanto en el ámbito educativo como en su relación con la administración.
Es esta tolerancia hacia lo que es una clara manifestación de una de las ideologías que se ha mostrado más peligrosa en Europa durante el último siglo, el nacionalismo, lo que me escandaliza. ¿Qué ha pasado con nuestra sociedad para que no veamos de forma clara lo que claramente se nos dice: que la política lingüística en Cataluña en todas sus manifestaciones solamente se entiende desde un plan de construcción nacional que nada más tiene sentido desde el nacionalismo excluyente que tan solo se ve satisfecho con la eliminación en la sociedad de todo aquello que es diferente (Volem viure plenament en català, dicen)?
El que el adalid de esta cruzada contra el español sea, precisamente, el Síndic de Greuges, que debería velar por los derechos de los ciudadanos resulta estremecedor. ¿Qué derecho se ve perjudicado si la administración se dirige a los ciudadanos en dos idiomas? ¿No será precisamente el Síndic quien con su actitud pretende limitar los derechos de los ciudadanos, quienes deberían, de acuerdo con su propuesta, manifestar su voluntad de ser atendidos en castellano operando por defecto el catalán para el supuesto de no hacerlo? ¿Cómo es posible que el Síndic, teórico defensor de los derechos de todos los ciudadanos ponga estos por debajo de la construcción nacionalista de una pretendida identidad nacional? Estremecedor, como decía.
Tengo la impresión de que en Cataluña vivimos en un mundo artificial, o irreal, algo así como los submarinistas que durante un tiempo descienden al fondo del mar y allí ven paisajes que no son los de la tierra a la que pertenecen, a la vez que respiran esa "mezcla" (que no es propiamente aire) de las botellas que llevan a la espalda. Algunos submarinistas cuentan de esa sensación irrealidad -en ocaciones, agradable- que viven en sus descensos. Pero esa excursión al fondo marino no puede durar para siempre. Nuestro mundo está en la superficie y a ella debemos volver. Ahora bien, como es sabido, tras pasar un tiempo en lo profundo no es posible dar unos pocos golpes de aleta y regresar al aire puro. Al haber estado respirando un aire artificial nuestros pulmones precisan una adaptación que obliga a que el ascenso se haga progresivamente.
Creo que en Cataluña ha llegado el momento del ascenso, y deberemos hacerlo poco a poco porque, como vemos, tanto nos hemos acostumbrado al entorno nacionalista que nos costará respirar de nuevo aire libre de prejuicios supremacistas y de derechos de las lenguas y de las naciones por encima de los derechos de los individuos. Nos costará volver a escandalizarnos por cosas como las perpetradas por el Síndic de Greuges en relación al caso del bilingüismo en Lérida (por cierto, el mismo Síndico que ninguna actuación llevó a cabo en los casos de acoso a los padres que habían pedido que sus hijos tuvieran una de cada cuatro horas de docencia en castellano). Es por eso, porque soy consciente de que costará volver a la superficie, que no pediré lo lógico, que es que el Síndic de Greuges sea reprobado por el Parlamento de Cataluña por su inadmisible actuación en el caso de Lérida; pero seamos conscientes de que el que el Parlamento no se haya escandalizado por esto es una muestra más de que nuestra sociedad y nuestra política no son normales y siguen padeciendo importantes déficits democráticos.
Seamos conscientes.