¿Monarquía o república? En ocasiones el debate se plantea de una forma excesivamente simplificada y se pierden matices que podrían ser importantes. El otro día publicaba Juan Claudio de Ramón un excelente artículo en "El Mundo" donde profundizaba en el tema y a raíz de ese artículo me atrevo a dar alguna idea al respecto.
Cuando hablamos de monarquía me refiero, claro, a la monarquía parlamentaria que tenemos en España y en otros países de nuestro entorno. Es decir, un sistema político en el que el rey es una figura simbólica -lo que no quiere decir que no sea importante, los símbolos importan, e importan mucho- que carece de poder político efectivo. El rey es una metáfora del conjunto del estado, representa al país en su conjunto y ejerce funciones ceremoniales. A esto se le puede añadir alguna función política del tipo "arbitrar" o "moderar"; pero lo lógico es que este tipo de funciones se ejerzan de una manera excepcional y siempre muy comedidamente. De hecho, en nuestra constitución la única función política real que tiene el monarca es la de proponer el candidato a la presidencia del gobierno. Una función que puede llegar a tener carácter sustancial cuando ningún partido tiene una mayoría suficiente en el congreso; pero que también debe ser ejercida de manera que no se produzca una incidencia efectiva en la vida política del país.
Es decir, en las monarquías parlamentarias el rey es un símbolo; pero un símbolo necesario. ¿Por qué?
Vivimos en organizaciones políticas complejas. España es un país, lo que desde la perspectiva del derecho internacioal implica un territorio (esto es fácil de concretar), una población (tampoco es muy difícil) y una administración. El punto delicado viene aquí. ¿Qué es la administración española? En definitiva ¿qué es el estado español (el Reino de España en su nombre oficial)? Bueno, pues el gobierno, pero también el congreso y el senado, los tribunales y los ayuntamientos, el tribunal constitucional y los gobiernos y parlamentos autonómicos, las diputaciones y el ejército, la sanidad y la educación pública, el sistema público de pensiones y la normativa sobre seguridad alimentaria... y un largo etcétera de instituciones, autoridades, normas y poderes. Reconducir todo esto a la unidad es un ejercicio de profunda abstracción. Y es ahí donde los símbolos aparecen.
Tenemos la bandera y el himno y también el rey. Luego existen otros elementos que ejercen la misma función, como pueden ser las selecciones deportivas o hasta los festivales internacionales de canción. En todos los casos se trata de encontrar elementos visibles que muestren nuestra pertenencia a una misma comunidad política. El rey es uno de ellos. Es jefe del estado y por tanto, lo representa. La justicia se administra en su nombre, el gobierno jura ante él, abre las sesiones de las Cortes y luce el uniforme de capitán general de los tres ejércitos. El estado en toda su complejidad no se ve; pero el rey lo representa.
Hace unos siglos era algo más fácil. El rey no era un símbolo, sino que realmente era el depositario del poder en una nación. Recordemos la frase de Luis XIV: "el estado soy yo".
Y era verdad. Durante un breve lapso (no más de dos o tres siglos) los reyes fueron realmente los poderes supremos de las organizaciones políticas que conocemos como naciones en Europa y, por tanto, su función simbólica se confundía con su función real.
Desde el siglo XIX el poder efectivo del rey se fue erosionando, pero mantuvo su función simbólica. De hecho, al carecer de poder real, su efectividad como símbolo era mayor aún. De alguna forma, a medida que se alejaba del debate político, la capacidad del rey como símbolo se potenciaba. Esa es la situación que tenemos ahora en España y en no pocos países de nuestro entorno. Tan solo en Europa, además de España, el Reino Unido, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega y Suecia.
¿Y la república?
Bueno, hay que diferenciar (y lo hace con mucho tino Juan Claudio de Ramón en el artículo que cito al comienzo). Por una parte tenemos el caso de Estados Unidos, una república que nace en el siglo XVIII y en el que el papel del presidente se asemeja al que tenían los reyes entonces. El presidente no era más que un rey elegido y, en el caso de Estados Unidos, con un eficaz contrapeso en el Congreso (lo mismo que en otras monarquías del momento se equilibraba el papel del rey con las cámaras legislativas, el Reino Unido, por ejemplo). En el musical Hamilton (del que tanto provecho puede sacarse) es clara esta perspectiva en la tercera de las canciones del rey Jorge.
El modelo estadounidense fue seguido por otros países con más o menos matices; de tal forma que tenemos repúblicas que en el fondo se parecen más a las antiguas monarquías que a las modernas democracias parlamentarias en las que el rey tiene un mero papel simbólico. No debe extrañarnos, por eso, que en los rankings de países democráticos, entre los 20 primeros haya más monarquías que repúblicas y que, en cambio, en los últimos lugares, encontremos más repúblicas que monarquías.
De hecho, los vínculos entre este tipo de repúblicas y las antiguas monarquías son quizás más evidentes de lo que a veces queremos creer. Así, por ejemplo, en la transmisión del poder dentro de la misma familia (Corea del Norte o Siria, por ejemplo), sin que el hecho de que haya formalmente una elección cambie mucho las cosas. Al fin y al cabo también han existido monarquías electivas (la visigoda en España, la asturiana, heredera de la anterior y el Sacro Imperio Romano Germánico, por ejemplo).
Luego tenemos otras repúblicas en las que el papel de presidente está tomado ya no de la posición de los reyes con poderes efectivos del Antiguo Régimen, sino de las monarquías parlamentarias modernas. De esta forma, el presidente de la república asume tan solo un papel simbólico que es copia del que había acabado asumiendo el rey en estas monarquías parlamentarias. Es la situación en Alemania, Austria, Finlandia, Italia, Portugal...).
El presidente de la república es aquí una figura que tiene una función simbólica fundamental o únicamente. De esta forma, carga sobre el presidente la obligación de encarnar al estado. Ahora bien, en esta función simbólica el presidente tiene algunas desventajas sobre el rey.
Para comenzar, el símbolo ha de tener un cierto grado de permanencia para que se fije y permanezca. Tanto a nivel interno como internacional. Todos conocemos quién es Isabel II y es más fácil que recordemos el nombre el emperador de Japón o del rey de Suecia que el del presidente de Alemania o de Finlandia. De alguna forma, la temporalidad del cargo de presidente de la república reduce la eficacia de su función representativa.
Por otra parte, en el caso de la monarquía esa función simbólica se conecta con el pasado de una manera natural y permite la evocación de legitimidades históricas que, si bien pueden carecer de fuerza legal en la actualidad, sí que tienen la capacidad de apelar a la emoción y a los sentimientos. En este sentido, la potencialidad de la monarquía es mayor que la de la presidencia de una república (siempre que se trate de una presidencia que ejerce funciones meramente simbólicas, recordemos).
El resultado de lo anterior es que inevitablemente en una república esa función simbólica de la jefatura del estado tiene menor intensidad que en una monarquía. No lo valoro (aún), simplemente lo constato.
¿Es esto importante? Depende.
Depende fundamentalmente del grado de necesidad del símbolo. En países en los que tanto la existencia del estado como su forma política están plenamente asumidas sin que exista debate significativo sobre estas cuestiones, la jefatura del estado puede ser prácticamente invisible sin que esto suponga grandes inconvenientes. De hecho, en estos países, en los que resultaría indiferente que el jefe del estado fuera un monarca o un presidente de la república, el debate es poco probable que se plantee siquiera por la falta de relevancia práctica del mismo.
Si el debate surge, en cambio, quizás sea un síntoma ya no de que plantea problemas la jefatura del estado, sino el estado mismo. El debate sobre quién asume la posición de cabeza visible del poder público puede esconder un debate sobre ese mismo poder público. Ese es el caso de España en la actualidad. Las grandes líneas de las dudas que se sientan sobre la corona como institución encajan en este planteamiento.
Así, quienes cuestionan con más saña la monarquía son, precisamente, aquellos que cuestionan también el estado en sí mismo; fundamentalmente, los nacionalistas. En esta clave, afirmaciones como "los catalanes no tenemos rey", deben ser leídas como un rechazo a España y no a la corona en sí. En esta misma línea, el cambiar un símbolo "fuerte" del estado, como es la monarquía, por uno más débil como es la presidencia de la república, encaja en el intento generalizado de debilitar al Estado y a los símbolos comunes. Cuanto menos visible sea ese estado (España), mejor para las propuestas secesionistas.
Desde la perspectiva de Podemos y de sus aliados la situación es un poco más compleja. Por una parte tenemos que su alianza estratégica con el nacionalismo es evidente, por lo que pueden compartir sus objetivos de debilitamiento e hipotético fraccionamiento del país; pero por otro lado, no es descartanble que Podemos plantee el debate con el objetivo de conducir el país a una forma de república presidencialista que sería adecuada para sus planteamientos totalitarios. No podemos perder de vista, por una parte, los vínculos de la formación política con países que han adoptado esta forma presidencialista en el marco de sistemas restrictivos de las libertades (Venezuela e Irán) y, por otra parte, que las manifestaciones públicas de Podemos se orientan a significativas restricciones de libertades como la de prensa, opinión y manifestación. Los tics totalitarios de la formación aparecen de manera constante en los últimos meses, fundamentalmente, en declaraciones de su líder y ahora vicepresidente del gobierno. Recordemos, además, que la formación había planteado restricciones a la prensa desde hace años, por lo que las declaraciones, en ocasiones amenazantes, de Pablo Iglesias, se ubican en el contexto programático de la formación.
De esta forma, la única forma en que el debate sobre la jefatura del estado no derive en un debate sobre el estado es que no se abra hasta que el cuestionamiento a la integridad del estado y a su forma política se calmen. En tanto estos últimos cuestionamientos se mantengan la única respuesta posible, desde mi perspectiva, a las críticas a la monarquía es la de que ésta es la mejor forma de la que disponemos actualmente para simbolizar el proyecto común en el que participamos todos los españoles, y que cuestionar en estos momentos la monarquís no esconde más que un intento poco disimulado de debilitar al estado en sí o el propósito de alterar el equilibrio actual de nuestra forma de gobierno en favor de una república presidencialista que podría resultar mucho menos democrática que el sistema que ahora tenemos.
Por supuesto, lo anterior no implica que no pueda -y deba- criticarse la forma en que el rey ejerce su función. Ahora bien, por graves que sean las acusaciones que se viertan sobre quien fue rey (Juan Carlos I), esas críticas no afectan a la institución en sí. El rey ahora no es Juan Carlos I, y en el caso de que Felipe VI dejara de ser rey, su hija Leonor asumiría el trono, con la regencia de su madre mientras fuera menor de edad. Todo se encuentra previsto en la constitución, porque, como digo, la institución no se identifica con quien la ocupa. Debilitar al rey no es debilitar a la monarquía. Ahora bien, debilitar la monarquía, por las razones que antes señalaba, sí es -en el contexto actual- debilitar al estado.