Las advertencias están hechas. La Unión Europea y los líderes mundiales lo
han dejado claro, los agentes económicos señalan los riesgos y los debates
perfilan los argumentos. Tan solo quienes practiquen un autismo patológico seguirán
pensando que aquello que se prometió en 2012- una independencia de terciopelo
en la que nada cambiaría excepto que todos seríamos más ricos, felices y sanos-
es real y no una historieta, el dibujo ingenuo de un sueño infantil.
Ahora sabemos que la independencia de
Cataluña implicaría que nuestro territorio dejaría de ser parte de la UE, que
la pérdida de la nacionalidad española conllevaría la de la ciudadanía europea,
que en los límites -hoy tan solo imaginarios- de Cataluña aparecerían fronteras
y controles, que muy probablemente el euro dejaría de ser nuestra moneda y que
se producirían retrasos en el cobro de pensiones y sueldos públicos.
¿Discurso del miedo? No, tan solo evidencias
que antes se callaban y que ahora, ya tan cerca del abismo, comienzan a aflorar
en conversaciones o declaraciones. El coste de la independencia se va
convirtiendo en una realidad sólida que, sin embargo, parece no incomodar.
Cuando un grupo de personas –y si se
trata de españoles quizás más- sienten que la contradicción es ofensa o desafío
acaban por convertir el desprecio a la razón en emblema y el sufrimiento en
orgullo. Algo de eso está pasando en Cataluña.
Junto a estos encontramos también a
quienes, aún siendo conscientes de los peligros, piensan que engordar los
resultados de los independentistas no conduciría a la independencia, sino tan
solo a una negociación en la que “Madrid” acabaría cediendo. Éstos entregan su
voto confiando en que quien lo reciba no hará lo que ha prometido.
El razonamiento es perverso y equivocado:
los independentistas harán justamente lo que han dicho, lanzarnos al
precipicio.
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