Miles de personas, familias enteras,
intentan desesperadamente huir de la guerra, de la barbarie del Estado
Islámico, del hambre, de la persecución, de las torturas y mutilaciones, de la
falta de libertad y de la miseria. Llegan a las fronteras de Europa (nuestras
fronteras), somos testigos del drama e incapaces de reaccionar.
La crisis a la que estamos asistiendo
tiene unas dimensiones difícilmente comprensibles desde España. Grecia, un país
que tiene menos de una cuarta parte de la población española, ha recibido más
de cien mil refugiados solamente este año.
No se trata de levantar fronteras
infranqueables, sino de acoger a quienes huyen de crisis humanitarias y de los
horrores de la guerra. Como sociedad no podemos dar la espalda a una situación
como ésta. Recordemos que nuestros abuelos también sufrieron el drama de la
guerra y la tristeza del exilio y que nadie está libre de que se repitan
situaciones semejantes, por muy seguros que ahora nos sintamos.
Pero no podemos quedarnos tan solo en la
reacción ante la catástrofe humana. Hay otra lección en el drama que vivimos.
Nuestra seguridad y estabilidad depende también de la estabilidad y seguridad
de nuestros vecinos. Tras el fin de la Guerra Fría los países europeos y la
Unión Europea parecen sumidos en el desconcierto, sin acertar a construir una
política exterior y de seguridad que no es un lujo, sino una necesidad
ineludible. La Unión Europea carece de ideas claras sobre prioridades y
estrategias. La extraña crisis libia y la llamarada de Ucrania nos advierten
que estamos jugando a la política internacional sin haber leído el manual de
instrucciones.
Además de ideas faltan medios, también
militares. La capacidad militar convencional de Europa es ridícula y cualquier
política exterior necesita, al menos, de la posibilidad de una acción armada si
es precisa.
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