Hace tres años Cataluña parecía una
unidad de destino avanzando firme y decidida hacia la independencia. “Cataluña,
nuevo Estado de Europa”, un eslogan que parecía unir a toda la opinión pública
catalana. Alegre, festivo, luminoso en la Diada del 2012. Había que reunir
valor para decir con claridad en aquel momento que era un planteamiento
equivocado y nocivo para los catalanes. Demasiados responsables políticos,
demasiadas personalidades sociales, culturales y económicas callaron y se
dejaron arrastrar por aquella corriente de color y optimismo. En medio de la
crisis, una luz brillante que traería la riqueza y la alegría.
Quizás Mas pensaba entonces que bastaba
con sacar medio millón de personas a la calle y utilizar la propaganda para
publicitar que eran millón y medio. Con eso enmudecería la oposición interior, “Madrid”
temblaría y se abrirían las puertas de Europa. Casi consiguió los dos primeros
objetivos.
Unos meses más tarde, sin embargo, el
planteamiento festivo se torna conflicto. No en “casa nostra”, sino en el PSC,
partido quebrado como consecuencia de la declaración de soberanía aprobada por
el Parlamento en enero de 2013. “No pasa nada”, pudo pensar el President, “mejor
un enemigo dividido”. Un año después, el conflicto subía de nivel con la
convocatoria del referéndum/consulta/proceso de participación ciudadana de
noviembre. Nadie se mueve, sin embargo, aguardando el resultado; el
encantamiento de la Diada de 2012 seguía surtiendo efecto mientras las dudas
crecían en el interior de los partidos favorables a la secesión.
Y tras el 9-N el conflicto llega al
núcleo secesionista: Junqueras no se pliega a la “lista de país” que propone
Mas, ICV marca distancias con la hoja de ruta tras el 27-S y, finalmente, Unió
se separa de CDC.
El Oasis catalán, abandonado; el catalanismo,
desunido; CiU, finiquitada. ¿Dónde pondrá ahora sus ojos Artur Mas, el
destructor?
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