Dentro de poco se publicará el libro "Nechy & Ney en Quirós" del que es autora Laura H. García, quien amablemente me invitó a participar en él. Lo hice con el relato que sigue y que ahora adelanto a la espera de que en pocos días pueda dar la noticia de que "Nechy & Ney" ya ha visto la luz.
El Regreso
Volvía para un entierro.
Le parecía que hacía tan solo un momento
el sol del Caribe le calentaba el rostro, veía las hojas de las palmeras
agitarse en la brisa y cómo relucía el mar destellante al mediodía. Hacía muy
poco, tan solo unas horas antes, vestía un traje claro y sombrero flexible en el
malecón de La Habana. Se henchía su pecho al respirar el aire lleno de espuma
arrancada a las olas blancas y azules, se cruzaba con los mulatos y su vista se
perdía en pechos y caderas hermosos, en sonrisas blancas y en palabras
dulzonas. Hacía muy poco, tan solo unas horas, disfrutaba de un ron añejo sentado
frente a una taberna de Centro, de cara a la calle que conducía hasta el paseo
marítimo.
Ahora todo esto estaba a miles de kilómetros.
En unas horas había pasado del sol caribeño a la sempiterna humedad gris y
verde de su aldea natal. En tan solo unas horas. Cuarenta y tantos años atrás,
cuando hizo el viaje en sentido inverso había tardado un mes en llegar a América.
Una mañana temprano, al amanecer, había recogido su maleta y se la había atado
a la espalda con unas cuerdas. Su primo y él emprendían el viaje a América;
pero primero había que llegar a Oviedo… caminando. Y eso fueron dos días. Luego
en Oviedo tomaron el tren hasta Avilés, y eso fue un día; y en Avilés tuvieron
que esperar una semana el embarque para América. Recordaba bien la última
mirada que echó a la casa de sus padres antes de que ésta desapareciera tras el
primer recodo del camino. No había nadie afuera. Su padre, su madre, sus
hermanos, todos los que le habían rodeado en la cocina en su último desayuno en
la casa estaban ya metidos para adentro, sin querer que sus lágrimas fueran el último
recuerdo que se llevara para el otro lado del Océano. Recordaba cada centímetro
de pared, cada madera en la puerta, cada trozo de pizarra en el tejado, cada
detalle en el hórreo. Todo lo recordaba como si no hubiera pasado el tiempo,
todo lo recordaba como si lo hubiera seguido viendo cada uno de los más de diez
mil días que habían pasado desde entonces. Recordaba también el puerto de Avilés,
recordaba cómo se apretaba contra la baranda intentando ver por encima de ella
con su corta estatura de doce años, recordaba cómo se alejaban las casas de la
Villa y la Ría se iba haciendo grande a la popa del barco. Recordaba cómo lo último
que vio antes de que lo empujaran para atrás otros emigrantes fue una mujer
agitando un pañuelo en el puerto, despidiéndose de alguno de los que le acompañaban,
pero no de él.
Esos eran los últimos recuerdos de su
tierra: la parte de delante de su casa en Quirós y el puerto de Avilés. A
partir de ahí todo fue ya extraño y desconocido. Ahora recordaba también el
viaje de diez días por el Atlántico, mareado y asfixiado en el atestado
camarote que compartía con otros cuatro viajeros y con su primo. Recordaba el
pequeño trozo de cubierta que dejaban a los de tercera clase y cómo soplaba el
viento sobre el océano encrespado. Recordaba que buscaba lugares donde no
hubiera nadie para allí poder llorar y cómo no encontró ninguno en toda la
travesía. Recordaba el puerto de La Habana y su primera noche en Cuba,
recordaba cómo a su primo y a él les habían robado todo el dinero que llevaban
en una callejuela cerca de la posada que habían apalabrado en el mismo puerto.
Recordaba a su primo, ya con dieciocho años llorando como una criatura “Qué será
de nosotros ahora, primo, qué será”, repetía. Recordaba cómo él si tuvo la
certeza de lo que haría, cómo siguió el camino que habían llevado los dos
desgraciados que les habían robado, cómo los encontró en una casa de putas de
El Vedado, cómo esperó a que se emborracharan disimulando como podía su edad y
cómo entonces les rebanó el cuello con la navaja que llevaba en la bota desde
Quirós. Primero al de más edad, que no debía de tener más de veinte años,
mientras estaba caído en una esquina durmiendo la mona sin nadie que se fijara
en él; luego al más joven mientras meaba en la parte de atrás del lupanar.
Recordaba cómo registró ambos cadáveres y recuperó lo que le habían robado y
algo más de propina. Recordaba que entonces dejó de mirar hacia atrás y solo
miró hacia delante, siempre hacia delante durante los siguientes cuarenta y
siete años.
Pero ahora había vuelto para un entierro.
El viaje de ida le había llevado un mes,
el de vuelta unas pocas horas. Los tiempos cambian. “Si supiera que era tan fácil
hubiera venido antes”, pensó. Podría haber venido hacía cinco años, cuando se
casó su sobrina, la hija del hermano que no llegó a conocer y que había muerto
en la Guerra. Podría haber venido hacía diez años, cuando se murió su madre y
se lo comunicaron por telegrama; pero en aquel momento pensó que cuando llegara ya habría
pasado el funeral y no merecía la pena. Podría haber venido hacía veinte años
por cualquier motivo. Hacía veinte años ya era rico y podría haberse pagado un
pasaje de primera en un transatlántico para organizar la verbena que hacían los
indianos triunfantes que volvían al pueblo; pero hacía veinte años no tenía ningún motivo para
volver y todavía esperaba que su primo saliera adelante y dejara de
ser un mantenido en aquella Cuba a la que habían llegado juntos.
Podría haber venido en cualquier momento
en las últimas dos décadas y no lo hizo, quizás porque en el fondo no le apetecía.
Es curioso, sus primeros veinte años en Cuba deseó casi cada día regresar a la
aldea de Quirós, pero carecía de medios para hacerlo. Cuando los tuvo sus deseos
desaparecieron o, al menos, se difuminaron o disimularon. Comparaba el aire de las terrazas del Hotel Nacional con el barro de los
caminos de su aldea; las orquestas y las bailarinas del Copacabana con las
vacas que le había tocado llindar de niño, la deferencia de los camareros con
el aire fiero y altanero del señorito que pasaba cada mañana a caballo por
delante de la casa de sus padres. Comparaba y sus planes para regresar se
retrasaban sistemáticamente para el año siguiente.
Los había retrasado hasta ese momento;
pero ahora no podía ya retrasarlos más. Hacía unos meses se había inaugurado
una línea regular en reactor desde Nueva York hasta Londres. El Océano se
cruzaba en unas pocas horas. Era tan sencillo tomar un avión en La Habana,
llegar a Nueva York, tomar un avión en Nueva York, llegar a Londres, tomar un
avión en Londres, llegar a Madrid, tomar un tren en Madrid o alquilar un coche
y llegar a Quirós. Era tan sencillo que ya no tenía sentido retrasar más el
regreso, ya no había disculpa. “Dejar mis negocios un par de meses… imposible,
y claro, si el viaje va a durar una semana ida y una semana vuelta, no voy a
estar solamente una semana; lo mínimo es ir dos meses, dos meses al menos ahora
es imposible”. Ahora este argumento no servía, el viaje no eran dos
semanas en total, sino, como mucho, un par de días contando los enlaces, tres a
lo sumo. Carecía de sentido justificar su renuencia a volver al pueblo como los generales romanos victoriosos.
Y, sin embargo, si no fuera por ese
fallecimiento no habría vuelto tampoco ahora. Pese a las líneas regulares de
aviones, pese a las comodidades, pese a todos los argumentos a favor del
regreso, si no hubiera sido por ese fallecimiento no hubiera cruzado el Atlántico en sentido inverso al que le había llevado a Cuba.
Así son los emigrantes: se van llorando y
vuelven llorando. Inexplicable.
Pero ahora sí que estaba allí. Ahora, al
fin, recorría el camino que había hecho a pie más de
cuarenta años atrás. Ahora ya no vestía el trajo claro propio del Caribe, sino
uno grueso de lana oscura y un abrigo también de lana. El paraguas ya era
tal y no una sombrilla como en La Habana. Un paraguas negro y grande como
los que recordaba de los tratantes de ganado, y como había dejado de llover lo
utilizaba de bastón en aquella parte del camino que era de subida.
Vestía con elegancia, como es propio de
los indianos que regresaban. No recordaba dónde le había dejado el coche que
le había traído hasta allí. Sabía que lo esperado era llegar en coche hasta el centro del pueblo y allí saludar; pero él había
preferido caminar. De hecho ya había cruzado el pueblo y ahora estaba cerca
de la iglesia, que quedaba un poco más allá yendo por aquel camino a la sombra
de los castaños y los carvayos que tan bien recordaba de su infancia. Primero
se bajaba desde el pueblo y luego se subía hasta pasar un recodo del camino en
el que aparecía el templo de su infancia. Había elegido llegar a pie, como
hubiera hecho si no hubiera emigrado cuando era todavía un niño, prefería
recorrer el trecho como cualquier otro vecino del pueblo.
Ansiaba encontrarse con algún amigo de la
infancia y tropezarse con él casualmente, de aquella manera tan natural que se
había buscado.
Delante de él había unas mujeres. No había
reparado en ellas, pero como él iba más rápido ahora las veía y si apuraba un
poco el paso las llegaría a alcanzar. Vestían de negro y llevaban mantillas
sobre las cabezas. Seguramente que, como él, se dirigían a la iglesia, al mismo
funeral al que él se dirigía, solo que él estaba en la parte final de un viaje
de más de cinco mil kilómetros y ellas, probablemente, habían salido de sus
casas hacía menos de media hora.
Se acercaba al grupo, eran tres mujeres
de edad imposible de calcular viéndoseles solamente la espalda como se las veía.
No eran ancianas, ni tampoco muchachitas, pero entre los treinta y los sesenta
años podían tener cualquier edad. Apresuró el paso y notó como el cuello de la
camisa le apretaba, le ahogaba. Tuvo que bajar el ritmo a la vez que empezaba a
sudar pese al frescor de la mañana, una mañana gris y húmeda en la que de vez
en cuando alguna gota se desprendía de las nubes muy bajas que cubrían el
valle.
Quizás su paso era tan fuerte que ellas
llegaron a oírlo. Una de las mujeres se volvió y al verlo se detuvo. Las otras
siguieron su marcha sin girarse ni esperar a la que se había detenido.
Al ver que ella le esperaba el indiano
apretó el paso un poco más, pese a su cansancio. A aquella distancia no la
reconocía todavía. Sintió un dolor en el pecho, pero no aflojó el paso, ella
seguía allí, parecía que mirándolo.
Era una mujer de cincuenta y tanto años.
Vestía de negro, con una falda justo por debajo de la rodilla y zapatos también
negros con un pequeño tacón. Llevaba mantilla en la cabeza y bajo ella cabellos
que griseaban; pero su rostro no era el de una anciana. Sus facciones podrían
pasar por las de una mujer de treinta y pocos años. Piel tersa, ojos vivos de
color verde, labios pintados al rojo vivo que habían marcado como moda las
estrellas de Hollywood.
Un aire familiar, conocido. El corazón
del indiano se aceleró. Tragó saliva, ya estaba bastante cerca.
-
Nos
habían dicho que vendrías, pero no estaba segura de ello.
-
He
venido, sí. Y la primera persona que me encuentro eres tú.
-
Alguna
tenía que ser la primera –ella sonreía ahora- ¿no me vas a dar un abrazo, Juan?
Juan se acercó y la contempló, ahora ya
podía olerla, con el olor de siempre, el olor a hierba y lilas que recordaba de
hacía tanto tiempo. Extendió los brazos y la rodeó, la apretó contra sí sin
importarle que les vieran. La apretó y sintió todo a la vez, sintió sus pechos
y sus caderas, sintió las lágrimas en sus mejillas, sintió el temblor en todo
su cuerpo, sintió el frescor de la hierba en la que de niños habían jugado,
sintió las noches en que la había recordado al otro lado del mar, sintió todo
lo que siempre le había traído el nombre de Ana, su imagen y su recuerdo.
-
Pensé
que nunca más te volvería a ver.
-
Dependía
solamente de ti, si no venías era imposible que nos viéramos.
-
¿Cómo
te ha ido?
-
Hace
cinco años que estoy viuda. Viuda y sin hijos, vivo en la casa grande del que
fue mi marido y allí entretengo las tardes y las mañanas y las noches. Voy a
misa cada día, hago alguna visita, me cuido de la hacienda… lo normal ¿y tú?
-
Yo…
- y no dijo más, hizo un gesto con la mano que rodeaba el aire y que quería
decirlo todo sin decir nada.
-
¿Te
has casado?
-
Sí,
hace muchos años. Ella ya murió. Murió joven, de unas fiebres. Me dio dos hijos
que ahora se gastan mi dinero por toda Cuba, son unos cabras locas que no
domino. Uno se echó al monte con los barbudos. El otro es un play boy. De
ninguno sacaré provecho.
Ana sonreía como sin hacerle mucho caso.
-
Vamos
hacia la Iglesia, ya me deben estar esperando.
Juan asintió, se puso a su lado y se
sorprendió cuando ella se colgó de su brazo.
-
¿Has
echado esto de menos?
-
¿Cómo
no iba a echarlo de menos? Esta es mi casa, mi hogar.
-
Pero
Cuba es muy bonito, me han dicho. Lleno de casas hermosas, comida riquísima,
mujeres exuberantes…
-
Cuba
es extraordinaria; pero esto, esto es diferente.
-
¿Diferente?
-
Sí,
diferente. Ahora que veo este verde de nuevo, estas nubes sobre las montañas,
los árboles en el fondo del valle, la tranquilidad de estos prados, las vacas,
los manzanos, los castaños… cada cosa es un recuerdo. Las vacas, cuando de niño
las llevaba de la cuadra al río y vuelta y te encontraba llindando las de tu
padre; los prados, cuando segábamos temprano antes de bajar corriendo a
desayunar la leche caliente con boroña; los manzanos las cosechas, cuando nos
juntábamos a hacer la sidra y, sobre todo, aquel amaguesto en que nos
escondimos y nos besamos tú y yo ¿te acuerdas?, las castañas… Cada cosa es más
yo que todo lo que he vivido en Cuba; así que estoy contento de haber vuelto,
claro, porque lo echaba de menos, echaba de menos muchas cosas.
-
¿A
mi también?
-
A ti
también, claro.
Juan estaba ahora en una nube. Nunca había
soñado hablarle a Ana con tal claridad, con tanta franqueza. Habían pasado
cuarenta años, pero no parecía haber transcurrido ni una semana desde la última
vez que se vieron. Podrían retomarlo todo de nuevo y esta vez llegar al final.
Ahora eran adultos y eran libres, tenían dinero y podrían hacer todo lo que
querían hacer con doce años y les era imposible realizar. Juan ya se había
olvidado del dolor en el pecho y de la fatiga. Ahora ya coronaban la pequeña
cuesta y la Iglesia se mostraba ante ellos.
-
Hemos
llegado.
-
Sí,
hemos llegado.
-
Sabía
que vendrías a este funeral, que en esta ocasión te vería.
Ana le apretaba el brazo, se lo
acariciaba, sentía su aliento junto a su mejilla.
-
Sí,
claro, cómo no iba a venir.
Pero entonces Juan se dio cuenta de que
se le había olvidado quien era el fallecido cuya muerte le había sido
comunicada en La Habana por un telegrama enviado desde Quirós. No sabía de quién
era el funeral al que iba a asistir.
-
Como
ibas a faltar a tu propio funeral.
Y ahora Ana le miraba como con pena; pero
no era Ana; era una mulata con el ceño fruncido, que quería levantarle del
suelo en el que se encontraba tendido.
-
Por
Dios, Gallego, no te mueras, no te mueras ahora, por Dios.
-
¿Quién
es, quién es?
Más gente se iba arremolinando en torno
al bareto, preguntaban, se acercaban.
-
Es
el gallego que recogía las colillas en el bar. Es como si le hubiera dado algo
de repente – la mulata le daba cachetes en la cara, quería reanimarlo, hacerle
abrir los ojos mientras contestaba a los parroquianos- ¡pidan ayuda, por Dios,
que se nos muere!
Pero ya estaba muerto, respiraba aún pero
ya estaba muerto. Sus manos descansaban sin fuerzas sobre la sucia camisa de
tela basta, su rostro quemado por el sol estaba arrugado y comenzaba a subir un
estertor final desde lo más hondo de su cuerpo.
-
¿Qué
dice, qué dice?
-
Déjenle
respirar, por Dios, que se ahoga.
La muchedumbre se apartó un poco y al
hacerlo Juan pudo ver un último trozo de cielo azul entre las casas de la calle
que llevaba al mar. Buscó en el azul y encontró una pequeña nube, hundió en
ella sus ojos para morir rodeado de la niebla del que siempre había sido su
hogar.