En el año 1977 Cataluña salía de casi cuarenta años de prohibición de la lengua catalana. Dos generaciones de catalanoparlantes habían sufrido que su lengua materna no pudiera ser enseñada en la escuela, que ni la televisión ni las radios ni los periódicos la utilizasen y que la literatura que pudiera encontrarse en catalán fuera reducida. El catalán en público estaba proscrito y son muchos los catalanes que aún hoy, como resultado de aquella situación, pese a hablar normalmente catalán, no saben escribirlo o lo hacen sin la suficiente corrección ortográfica o gramatical o con manifiesta inseguridad. En algunos de ellos he identificado una melancolía característica que achaco a lo que es una pérdida ya irrecuperable: la de una sencilla y natural comunión con la lengua en que se han aprendido las primeras palabras. Produce una profunda tristeza que se hubiera dado esta situación. La persona suele identificarse de forma natural con la primera lengua que aprende y el que ésta no sea reconocida o perseguida fácilmente puede confundirse con una falta de reconocimiento o una persecución a la persona del hablante.
En el año 1977, en Cataluña, existían, además, otros condicionantes que era (y es) preciso tener en cuenta en cualquier análisis sobre cuestiones de lengua. En 1939 la inmensa mayoría de los catalanes tenían como lengua materna el catalán. En 1977 ésta no era la situación. Muchas familias catalanas habían mantenido en el ámbito privado el catalán y sus hijos habían aprendido a hablar en dicha lengua; pero otros renunciaron de una u otra forma a su idioma propia en favor del castellano. A esto hay que añadir los millones de catalanes que habían llegado desde Galicia, Extremadura, Andalucía, Murcia... y que hablaban castellano y transmitían esta lengua a sus hijos. La Cataluña que hoy conocemos no se entiende sin la contribución de esos millones de inmigrantes que hicieron que Cataluña fuera, y sea todavía hoy, una tierra mestiza en la que personas de orígenes diversos y con lenguas diversas, pero sobre todo, catalanohablantes y castellanohablantes, han construido una sociedad con características propias que la identifican tanto en España como en Europa.
Esta era la situación en 1977, cuando se sientan las bases de lo que es la Cataluña de hoy; una nación (creo que es el término más ajustado) en la que convivían personas de orígenes diversos que habían encontrado en una actitud industriosa, trabajadora, honesta y rigurosa los ejes de una vida que se pensaba que sería de prosperidad y libertad crecientes.
En esa Cataluña que comenzaba a dar los primeros pasos en sus asentamiento moderno como estructura política, económica, social y cultural se planteó un dilema que debía ser abordado con prontitud y de cuya resolución dependería en buena parte lo que sería Cataluña en las siguientes décadas. Ese tema es, como no, el régimen legal de las dos lenguas maternas de la mayoría de la población catalana, el catalán y el castellano.
El castellano gozaba de una oficialidad indiscutida que fue ratificada por la Constitución de 1978; pero existía también la conciencia generalizada de que los cuarenta años de dictadura habían ocasionado un perjuicio considerable al idioma catalán, limitando su utilización y reduciendo el número de personas con un conocimiento suficiente del mismo. Como decía al comienzo, dos generaciones de catalanes tuvieron que crecer sin poder llegar nunca a escribir o, incluso, leer correctamente su lengua materna. Esa, como digo, era una situación intolerable a la que se unía la circunstancia de que la mayoría de la población de Cataluña, de origen emigrante, tenía un conocimiento muy escaso o nulo de lo que ya se comenzaba a denominar como "lengua propia" de la Comunidad Autónoma; aquélla que se había hablado tradicionalmente en el Principado y que era consideraba por una parte significativa de la intelectualidad catalanista como un elemento constitutivo de la identidad catalana.
Ante esta situación la opción que se tomó fue la de convertir "de facto" el catalán en la única lengua oficial de las instituciones catalanas. El Presidente de la Generalitat, los Consellers, los diputados en el Parlament de Catalunya, todas las autoridaes autonómicas y, progresivamente, también las locales decidieron que lo propio era expresarse y comunicarse únicamente en catalán salvo que hubiera petición expresa de hacerlo en castellano, y aún así solamente cuando no hubiera otro remedio. Por supuesto, los medios públicos de comunicación (radios y televisiones) utilizarían solamente el catalán como parte de una empresa titánica por recuperar el idioma.
En la educación la opción fue también que el catalán fuera la única lengua que se utilizara en la enseñanza no universitaria (excepto, por supuesto, en las clases de idiomas, castellano e inglés, francés, alemán o cualquier otro). A esa opción en la educación se la denominó "inmersión" y se convirtió en otro elemento clave para entender la construcción de la Cataluña en la que ahora vivimos.
Se dice con frecuencia que la inmersión garantiza la igualdad entre todos los alumnos y que ambas lenguas oficiales, castellano y catalán, sean conocidas por los estudiantes cuando concluye la educación obligatoria. A partir de ahí se hablan maravillas de sus resultados, de cómo se facilita la integración social, la igualdad de oportunidades y que todos los estudiantes llegan a dominar el catalán y el castellano sin que se aprecie un menor nivel en esta última lengua de los alumnos catalanes respecto a los de Comunidades Autónomas que no tienen lengua propia.
No discutiré los datos sobre dominio de ambas lenguas, aunque mi experiencia como profesor universitario me indica que en los alumnos que tengo en Cataluña veo faltas de ortografía y errores de construcción que jamás había visto en mi destino anterior, Oviedo; pero, en fin, es una experiencia personal y, por tanto, muy particular que no quiero convertir en categoría. Mi propósito es otro, el de llamar la atención sobre un punto que he visto poco o nada tratado: la distinta significación que tiene la inmersión para los alumnos según cuál sea su lengua materna. Esto es, se habla de la cohesión social que se deriva de la inmersión, pero no se señala el significado diferente que tiene esta inmersión para los niños cuya lengua materna es el castellano y para aquellos otros que han nacido y están siendo criados en familias catalanoparlantes.
Para los segundos la inmersión es la continuación y refuerzo de lo que practican en su casa; mientras que para los primeros supone un contraste, la necesidad de diferenciar entre dos lenguas ya desde que dan sus primeros pasos en la guardería o en el segundo ciclo de educación infantil (P3, P4, P5). Es evidente que unos y otros niños percibirán la inmersión de forma diferente. Este es un aspecto que podría tener una importancia fundamental y en el que, sin embargo, como digo no se profundiza suficientemente. Pareciera que la inmersión ha de ser como un bálsamo mágico que resolverá todos los problemas de cohesión en la sociedad por el mero hecho de que la lengua que se utiliza en el colegio sea una, el catalán, sin reparar en el distinto sentido que tendrá dicha lengua para los niños que ya la tienen como lengua materna y para los que es una lengua que solamente utilizan en el colegio.
Desde la perspectiva de las familias que ya son catalanoparlantes (bien por tradición familiar bien por opción) y que se identifican con los ideales catalanistas la inmersión supone la confirmación de una aspiración del catalanismo de siempre: una Cataluña en la que el catalán es la lengua normal y usual, igual que el francés lo es en Francia o el italiano en Italia. Una Cataluña plena en la que la educación es en catalán porque la lengua de Cataluña es el catalán y ya está bien de dar explicaciones a nadie. El niño aprenderá que la lengua que usa en casa es la lengua también que se utiliza en la educación y su lengua de referencia tanto en lo oficial como en lo cultural. Se profundiza así en la construcción de una sociedad en la que la lengua que sirve de punto de unión a todos los catalanes es el catalán y no otra (el castellano, evidentemente). En este sentido la inmersión es un elemento más en la potenciación del catalán en todos los ámbitos que se percibe en muchos otros ámbitos; así por ejemplo en el régimen lingüístico de TV3, en la Ley sobre acogida de los recién llegados (integración de inmigrantes) o en los distintos protocolos sobre uso del catalán en las administraciones locales que pretenden que la única lengua que sea utilizada sea el catalá.
La perspectiva de muchas familias castellanoparlantes; al menos de las que no comulgan con el planteamiento de que solamente se puede ser plenamente catalán si se hablan en catalán es, probablemente, otra. La inmersión es percibida como un mecanismo útil para que el niño aprenda una lengua, el catalán, que de otra forma le seria difícil de aprehender, puesto que al ser el castellano la lengua de la familia el niño precisa una dedicación mucho más intensa al catalán. En este sentido la inmersión se valora positivamente porque permite dar satisfacción al deseo de que su hijo sea fluido tanto en su lengua materna como en la otra lengua oficial de la Comunidad Autónoma. En muchas familias castellanoparlantes la inmersión no es percibida por tanto (siempre en términos generales) como un elemento de potenciación del catalán o de construcción de la identidad catalana, sino como una herramienta útil para conseguir un determinado objetivo: un buen conocimiento por parte del niño de las dos lenguas oficiales en Cataluña.
Esta diferencia de percepción no es -creo- explicitada con la suficiente rotundidad por quienes opinan o debaten sobre los temas vinculados a la lengua. A veces tengo la impresión de que este tema (como otros) parecen más una cuestión de teología que de sociología, pedagogía o política. Cualquier matización o planteamiento alternativo a la inmersión es presentado inmediatamente como una reminiscencia del franquismo, un ataque a la lengua catalana y a Cataluña en su conjunto. La reacción ante el reciente borrador presentado por el ministro Wert es una prueba de ello.
Como yo no me dedico a la política puedo hablar y escribir con libertad sobre cómo veo la cosa y no me importa plantear acercamientos que no son "políticamente correctos" y que pueden cuestionar la sacrosanta idea de la bondad de la inmersión.
Como decía, en la inmersión hay dos elementos que han de ser considerados: por una parte hay un componente identitario y por otra un componente utilitarista. Ambos pueden convivir (así ha sido en los últimos treinta años), pero también existen elementos que pueden conducir a su enfrentamiento. Así, por ejemplo, en lo que se refiere al componente identitario. Así, la exclusividad del catalán como lengua vehicular refuerza la idea de que lo "normal" en Cataluña es hablar catalán y lo excepcional debería ser hablar castellano. Ya sé que muchos sostendrán que así es efectivamente; pero también quiero llamar la atención sobre que no toda la sociedad catalana piensa de esa forma y, sin embargo, el sistema de inmersión de una forma sutil pero efectiva transmite esa idea. Al reducirse el castellano a una sola asignatura y, además, plantearse una resistencia numantina a toda ampliación de su espacio los niños pueden percibir que "lo correcto" es hablar en catalán. No digo que sea así ni que no sea; en alguna ocasión hablando con niños (y no tan niños) algo de esto he percibido; pero no estoy en condiciones de afirmarlo con rotundidad aunque en cualquier caso se trata de un tema que merece ser considerado.
Pero en la inmersión no todo es lineal. Más bien nada es lineal. Existe un fenómeno que conocen bien los maestros y sobre el que sin embargo nada se comenta. Niños que no tienen el catalán como lengua materna se adaptan sin problemas a la utilización del catalán en el colegio durante los primeros años de éste; pero en algún punto en torno a los ocho o nueve años son no pocos los que se niegan a utilizarlo y se dirigen sistemáticamente a los maestros en castellano. Se produce una especia de rebelión cuyas causas desconozco pero que cuestiona el carácter angelical de la inmersión. Algún conflicto se ha de plantear cuando en un número significativo de niños se produce un rechazo a la lengua que llega al punto de desafiar las normas de la clase y optar por la utilización de una lengua diferente a aquella que resulta obligado utilizar en el centro (sí, obligado, la inmersión supone que los niños han de dirigirse a sus profesores en catalán y no en castellano; hoy en día parece que tenemos aversión a palabras como "obligación" o "prohibición", pero este es el sentido de la inmersión, imponer que en las relaciones del niño (y de los padres) con la comunidad educativa se utilice el catalán y, por tanto, que se prohiba la utilización de otras lenguas, incluida aquella que es también oficial en Cataluña, el castellano).
No sé las causas de esta "rebelión" que acabo de comentar; especulo con que quizás algo tiene que ver con desconocer lo que algunas instituciones recomiendan, que es que la primera escolarización se realice en la lengua materna del alumno (tal como se hace, por ejemplo, en algunos colegios privados de Cataluña, frecuentados, por cierto, por las élites catalanistas). Por recurrir a una experiencia personal, hace poco un niño cuya lengua materna es el castellano me comentaba que cuando comenzaban a aprender a contar en el colegio (el niño debía tener, por tanto, tres o cuatro años) le daba rabia que no le dejaran contar en castellano, porque él ya sabía contar hasta cierto número en castellano y cuando quería lucir sus conocimientos le decían que no, que no contara en castellano, que tenía que contar en catalán. Quizás situaciones como ésta incuben un cierto resentimiento que al llegar cierta edad puede acabar estallando en el rechazo que comentaba unas líneas más arriba. Quizás debiera pensarse más en la clave que propongo porque lo que resulta evidente es que el mayor conocimiento del catalán por parte de la población (piénsese que los menores de cuarenta años ya han sido educados en catalán) no implica una mayor utilización del idioma. Basta pasearse por cualquier pueblo o ciudad del entorno de Barcelona para darse cuenta de que el idioma que más se escucha en la calle es el castellano. La explicación que suele recibir este fenómeno es que el cine, la televisión y los medios en castellano hace que pese a la inmersión y al resto de políticas de promoción del catalán siga sin retroceder el uso del castellano (sí, ya sé que no se dice que el castellano se niega a retroceder sino que es el catalán el que no avanza; pero tanto monta, monta tanto; el avance del catalán se produciría fundamentalmente a costa del castellano, por lo que tan válido es plantear el tema en clave victimista -el catalán no avanza- como en clave realista -el castellano no retrocede). Como digo, la explicación que se da es la de que la presión del castellano es "enorme" y que, por tanto, lo que hay que hacer es intensificar las políticas en favor del catalán; pero quizás no estuviera de más interrogarse por otras causas que expliquen que el mayor conocimiento del catalán no va acompañado de un mayor uso del mismo; pero bueno, este no el objeto de hoy así que lo dejo aquí para volver a lo que me preocupa ahora, la política de inmersión y algunas de sus consecuencias.
Mi planteamiento es, de acuerdo con lo que se ha explicado hasta ahora, que más allá de las bondades casi angelicales que algunos atribuyen a la inmersión, ésta es una opción que al lado de indudables ventajas puede tener también algún inconveniente y que si hasta ahora se ha mantenido como una apuesta de consenso por parte de la sociedad catalana esto era debido más que una acuerdo fundamental a una coincidencia de dos finalidades diferentes y, en el fondo, contrapuestas. Por una parte la inmersión satisface a quienes quieren una Cataluña en la que la lengua central de la sociedad (su lengua "vehicular" podríamos decir) sea el catalán y, por otra a quienes no comulgando con esta idea (y que probablemente se ubican más entre quienes tienen como lengua materna el castellano que entre aquellos otros cuyo primer idioma es el catalán), ven en la inmersión una oportunidad para que sus hijos aprendan un buen catalán que les permitirá integrarse con más facilidad en la sociedad y tener mejores oportunidades en el futuro.
Ahora estamos, creo, en un punto muy delicado. Por una parte el catalanismo, que no había sido mayoritariamente independentista ha girado hacia el independentismo, lo que hace que cualquier planteamiento identitario tenga una transcendencia mayor que la que tenía hace tan solo cinco o diez años; por otra parte, en los últimos años se han dictado varias decisiones judiciales que mantienen que el castellano no puede estar reducido en el sistema educativo catalán al nivel de una lengua extranjera. Estas decisiones, aún reconociendo que está justificada en la educación una mayor presencia de catalán que de castellano, obligan a que la presencia del castellano no sea meramente formal. El borrador Wert del que antes me ocupaba incide en este mismo planteamiento.
Evidentemente esta decisiones y propuestas legislativas afectan al sistema de inmersión; pero pueden ser percibidas de forma muy distinta por aquellos que ven en el sistema fundamentalmente un mecanismo de construcción de la identidad catalana que en aquellos otros que lo perciben como un instrumento útil para que sus hijos aprendan catalán. Para los primeros resultará totalmente inaceptable cualquier aumento de la presencia del castellano en la educación. La presencia residual del castellano en la educación es un éxito que visualiza la excepcionalidad de este idioma en Cataluña y favorece la identificación de Cataluña con el idioma catalán. El caso, además, es que no molesta tanto la reducción de las horas de catalán como el aumento de las de castellano. Prueba de ello es que no existía especial problema en las épocas en que había más recursos para que las escuelas públicas introdujeran la impartición de alguna asignatura en inglés; mientras que era imposible extender de ninguna forma las horas de presencia del castellano en el currículo educativo. En esta clave el reconocimiento del castellano como idioma vehicular junto con el catalán, aunque fuera en una proporción sensiblemente inferior (pongamos por caso, que además de castellano otra asignatura se impartiera en catalán) supondría un trastorno grave al planteamiento identitario que, para muchos, justifica la política de inmersión.
Para quienes la inmersión es un instrumento para que sus hijos aprendan correctamente el catalán el que alguna asignatura pudiera impartirse en castellano y que las comunicaciones del colegio pudieran hacerse en castellano no supondría ningún trastorno y es probable que ni siquiera llegaran a entender el porqué de tanto revuelo por cuestiones tan nimias. Evidentemente el conocimiento del idioma que pueda adquirir el niño no dependerá de que, por ejemplo, música, educación física o conocimiento del medio se imparta en castellano. Probablemente las familias que están en esta clave no se cerrarían a debatir incluso alternativas que pudieran favorecer una mejor formación global de sus hijos. Así, por ejemplo, mucho se ha hablado de la posibilidad de que la docencia se impartiera en tres idiomas, con una parte en catalán, una es castellano y otra en inglés. Incluso podría modularse la presencia del catalán y del castellano en función del entorno del niño, de tal forma que aquellos niños que estuviesen en entornos donde se hablase con más asiduidad catalán tendrían más horas de castellano mientras que los alumnos del área metropolitana de Barcelona (donde el idioma más utilizado fuera de las aulas es con diferencia el castellano) tendrían más horas de catalán.
Es evidente que los planteamientos anteriores son inadmisibles para quienes defienden la política de inmersión como un elemento identitario; y es por eso que se está montando la que se está montando al hilo de la propuesta del ministro Wert. Yo, como me adscribo al segundo grupo, al de quienes están a favor de la inmersión como mecanismo de aprendizaje del catalán, no me escandaliza que alguna asignatura se imparta en castellano. Es más, lo veo más ajustado a la realidad de un país en el que más de la mitad de la población tiene el castellano como lengua materna; pero en fin, se trata de una opinión muy particular.