El otro día, charlando en el muro de Eugenia Rico sobre la presentación del libro "Saber Narrar", escrito por la propia Eugenia Rico, Juan Cruz y Javier Rodríguez de Fonseca; Santiago Fernández Rodríguez y yo mismo comentábamos que podría ser interesante contar algo muy conocido por todos para apreciar las distintas posibilidades que existen de narrar una misma historia; la hipótesis era la de que no importa tanto la historia como la forma en que se cuenta. Sonia Sierra se unió a la propuesta y otros manifestaron también su intención de participar.
Inicialmente los relatos tendrían que estar listos para el Domingo de Ramos; pero luego lo retrasamos hasta el Domingo de Resurreción y finalmente fijamos el Lunes de Pascua como día de la entrega. Sonia Sierra ya nos ha hecho llegar su historia (que se puede leer aquí) y en esta entrada incluyo la mía:
CAPERUCITA ROJA
Para Gracia
I
Ya
no era una niña, no, ya no lo era. Desde hacía semanas su madre se lo repetía
una y otra vez como una letanía dolorosa. En pocos días había tenido que
asimilar ideas, obligaciones y experiencias que habían acumulado decenas,
quizás cientos de generaciones que la había precedido. Misterios transmitidos
de madre a hija precisamente en aquellos días, los que suceden a los primeros.
Mientras estuvo asustada y llorosa su madre la mimó con afecto que creía ya
olvidado, con el mimo que no recordaba desde el despertar de la conciencia,
desde aquella lejana frontera entre el bebé y el niño, cuando los recuerdos
comienzan a fijarse y el mundo se vuelve sólido. Tras aquellos primeros días,
una vez que el flujo hubo cesado, la amabilidad de su madre también terminó.
Ahora la trataba como a una igual en deberes y tareas, pero sometida a sus
órdenes y casi a sus caprichos.
El
trabajo era mucho en la granja. Desde el amanecer hasta el ocaso había que
limpiar, cocinar, recoger, atender a los animales, cuidar el campo, llevar
productos al mercado, comprar, asistir, coser… una larga lista de tareas en las
que se afanaban su madre y su padre, sus hermanos y sus hermanas. Ella era la
más pequeña, la última que había sobrevivido y hasta aquel momento la habían
dispensado de los trabajos más duros. Ahora, en cambio, le habían hecho saber
con rudeza que sus buenos tiempos en la casa habían concluido. Las muñecas de
trapos y madera que conservaba fueron guardadas; las horas en las que se la dejaba
corretear libremente, reducidas; los trabajos de los que se la había mantenido
apartada, obligados. Supo lo que era llevar el balde lleno desde el pozo hasta
la cocina sintiendo cómo las piernas cimbreaban como cañas a punto de quebrarse
por el peso que colgaba de sus hombros.
Al
mirarse en el agua de los charcos comenzó a descubrir arrugas en su rostro.
“Y
tendrás que casarte, pronto, antes de que te estropees”. Eso le había dicho su
madre sin explicarle más.
Tenía
catorce años.
II
Las
gotas que caían de las hojas le mojaban la cabeza, la espalda, los costados.
Una humedad constante en medio del verde oscuro de la vegetación cerrada. Más
allá de las copas de los árboles, las nubes oscuras, redondas de las que caía
la lluvia constante. Quizás algunos pensaran que el bosque era su amigo, su
hogar, su refugio. Quizás lo pensaran quienes habitaban el poblado o los
caseríos dispersos, quizás. Quizás lo pensaran, a él algo le había llegado de
esa impresión, fruto quizás de los muchos años que hacía que no salía del
bosque más que para alguna incursión nocturna, rápida y letal. Quizás lo
pensaran porque conocía bien aquella zona sombría entre lo habitado y en varias
ocasiones había aprovechado aquel conocimiento para desbaratar las partidas que
habían osado entrar en sus dominios para cazarlo. Quizás por eso pensaban que
el bosque y él mantenían una relación de proximidad, de afecto; pero eso no era
cierto. Él odiaba el bosque, pese a que ya se le habían borrado los recuerdos
que pudiera tener de un tiempo anterior a aquél en el que los robles, los
pinos, los arces y los castaños eran las únicas columnas que sostenían un techo
sobre su cabeza. El bosque era incómodo y cruel. Ni un solo lugar había
encontrado completamente seco, completamente caldeado, completamente tranquilo.
Dormía bajo los árboles más altos, a veces encaramándose con dificultad a las
ramas más bajas, intentando protegerse de la lluvia más fuerte y del viento más
frío; pero aún ahí la humedad penetraba la piel, se mezclaba con la carne, calaba
los huesos. Aún ahí un estremecimiento de frío le despertaba en la noche sin
que pudiera volver a conciliar el sueño. Las arañas y las víboras perturbaban
su descanso, los ratones le robaban la comida que guardaba con mimo. Los
excrementos de los animales profanaban sus refugios.
No,
no le gustaba el bosque. En él vivía desde hacía tanto tiempo que no recordaba
su llegada, de él no podía salir, seguramente en él moriría; pero nunca sería
su amigo.
III
El
camino la conducía al borde del bosque. Respiraba hondo y soltaba el aire,
respiraba hondo y soltaba el aire. Ya era completamente de día, pero en el gris
sempiterno nadie podría saber qué hora era. Imaginaba que casi media mañana;
pero solamente por el recuerdo de las tareas que había acometido desde que se
había levantado antes de la salida del sol. Ordeñar las vacas, preparar el
desayuno, hacer las camas, cortar patatas, limpiar el gallinero, poner la ropa
al verde y cuando estaba en esto atender el requerimiento de su madre, que le
gritaba desde el maizal azotado por el viento. Veía su figura recortándose
contra el rojo del cielo de la mañana y apresuraba el paso para no
contrariarla. Se arremangaba las faldas, desclavaba con dificultad los zuecos
del barro. Casi corría a su llamada.
-
Hoy le llevaras la comida a tu abuela.
La
abuela vivía al otro lado del bosque, en la granja que había sido de la familia
de su madre desde hacía generaciones. Allí se había quedado cuando había muerto
su marido unos años atrás. No tenía hijos varones y todas sus hijas pugnaban
por llevarla con ellas para así tener preferencia en la herencia; pero la vieja
se negaba en redondo. Cada semana una de sus cuatro hijas asumía la tarea de
prepararle la comida. A veces era la propia abuela quien se acercaba a
recogerla; pero en los últimos tiempos esos sucedía cada vez con menos
frecuencia. Se hacía mayor y le costaba caminar; así eran sus hijas las que
tenían que acercarse a la vieja granja para llevarle fruta, bizcocho,
mantequilla, huevos… La Niña conocía bien el camino que había recorrido tantas
veces desde su infancia acompañada por su madre o por algún hermano mayor.
- ¿Con quién
iré, madre?
-
Sola irás. Ya eres grande bastante para ir tu sola. Tus hermanas y yo tenemos
aquí tarea bastante. He preparado la cesta, está en la cocina. Date prisa y así
podrás estar de vuelta antes de que anochezca.
La
Niña tragó saliva sin atreverse a replicar. Veía el camino ante sí, tan cercano
al bosque, veía el gris del día que amenazaba lluvia, veía la granja solitaria
y a su abuela, veía el camino de vuelta apresurándose para que las tinieblas no
se cerraran sobre ella antes de volver a alcanzar su hogar. Veía todo eso y
temblaba; pero no se atrevía a replicar, el rostro pétreo de su madre era una
advertencia. Su brazo, grueso como el mástil de un carro, una amenaza. Sus ojos
fríos una puerta a la nada.
-
Parece que va a llover, madre, tendré que coger
un manto para proteger la cesta.
-
Llevarás la capa roja de tu hermana.
-
- ¿La capa roja?
-
Tu hermana no la necesitará hoy, no irá al
pueblo, ni siquiera saldrá de casa.
-
Pero si llevo la capa roja pensarán…
-
Nadie pensará nada, y lo que piensen a ti no te
importa.
Y
así había cogido la cesta y se había puesto la capa, había salido apresurando
el paso, mirando al cielo y rogando para no encontrarse con nadie. Había
enfilado por el camino que salía de la granja, cruzaba los campos y rodeaba el
bosque, que era el punto en el que ahora se encontraba. Tras el temor de
encontrarse con algún vecino el temor que ahora la vencía era el temor del
bosque, de aquella masa oscura que todos eludían y que ella ahora casi rozaba.
Procuraba no mirar a la espesura, pero en ocasiones no podía evitar desviar la
cabeza y hundir la vista en lo verde y negro. Entonces creía ver luces en lo
profundo, oía ruidos extraños como de hojarasca aplastada o silbidos de algún
tipo de animal. Entonces se concentraba en el camino, miraba a su derecha, a
los pastos y campos cubiertos de maíz; respiraba hondo y seguía.
Los
campos parecían protegerla a su derecha, intentaba pegarse a ellos; sabía, sin
embargo, que un poco más adelante los campos terminaban y el camino se
internaba en el bosque profundo. La espesura ya no quedaría solamente a su
izquierda, sino que su derecha quedaría cubierta también por los árboles y la
oscuridad. Guardaba sus fuerzas y calculaba si podría hacer corriendo todo el
trecho en que el camino se internaba en el bosque; imaginaba si aguantaría el
resuello y se preguntaba si no sería preferible caminar despacio, sin hacer
ruido, a despertar a los demonios de la selva con una carrera alocada.
Ya
estaba llegando a la zona que temía. El maizal se cortaba a su derecha y casi
sin solución de continuidad los robles le seguían. Ahora estaba en medio del
bosque, en un camino que también se había hecho más estrecho. Le sorprendió el
silencio. Era como si de repente el mundo se hubiese callado. No oía el rumor
lejano de los que trabajaban en el campo, ni el discurrir del río, ni siquiera
el bullicio de los pájaros. En medio de aquella espesura, casi sin poder
alcanzar a ver el cielo tapado por las copas de los árboles que se juntaban
sobre su cabeza sintió una calma inesperada. Se relajó y se atrevió a mirar con
curiosidad a derecha e izquierda. Fue entonces cuando lo vio.
IV
La
había seguido durante un buen rato. Había percibido su olor poco después de que
el día se hubiera asentado tras el alba. Venía de la zona del poblado y aunque
tenue al principio le resultaba inconfundible. Avanzó hacia aquella zona presto
y sigiloso, procurando evitar los bordes de su reino. Se guiaba casi únicamente
por el olfato y solo al final por el oído. Eran pasos lo que sentía, unos pasos
ligeros, propios de alguien de poco peso, y rápidos. Seguía el camino sin
detenerse. Olió y escuchó durante un rato y ya estuvo seguro de la ruta que
seguía. Se internó en el bosque para poder avanzar más rápido sin ser notado y
avanzó hasta el punto por el que pensaba que ella pasaría al cabo de unas
horas. Le lastimaban las espinas de los arbustos y le golpeaban las ramas bajas
de los árboles; pero no reparaba en ello. Estaba excitado, su corazón latía
presuroso. Aún no la había visto, pero ya la imaginaba, ya se recreaba en lo
que vería en no mucho tiempo, se deleitaba imaginando que los placeres que le
proporcionaría la vista superarían con mucho los del olfato y del oído.
Se
apostó en el lugar que había elegido desde el principio de su carrera, a la
sombra de un castaño, protegido por un laurel no lo bastante alto como para
impedirle ver con comodidad hasta el borde del camino, que en aquel punto
atravesaba por el medio del bosque. Allí se quedó quieto durante un buen rato
esperando que apareciera la muchacha. No quería moverse para evitar que el
menor ruido la espantara, no quería apartarse ni siquiera un metro para orinar
o defecar temiendo que fuera precisamente entonces cuando cruzara por delante
de su escondrijo. Dejaba que las gotas que caían de las hojas altas golpearan
su cuerpo casi de forma dolorosa para no traicionar su posición. Aguardó casi
desconfiando ya de su instinto para prever la ruta que seguiría, esperó hasta
que al final apareció ante él la niña que había olido y oído hacía una hora.
Abrió
la boca admirado por la gracia de la muchacha que tenía enfrente. Era mayor de
lo que había pensado. Las formas ya eran las de una mujer, aunque se veía que
hacía poco que había dejado la niñez. Los pechos no estaban totalmente
desarrollados, las caderas no eran aún generosas. El cuerpo era espigado, pero
con la gracia de quien ya ha cruzado la frontera secreta. No podía ver su
rostro estando de perfil como estaba y cubierto por una capa roja con caperuza
que le venía grande y le caía sobre la frente. Tan solo adivinaba mechones de
cabello rubio que se agitaban al caminar y se dejaban ver en suave balanceo por
la parte de delante de la capucha. Llevaba del brazo una cesta y nada más. Una
falda oscura y larga y zuecos.
No
se había percatado de su presencia, casi pasaba ya ante él. Dudaba entre
dejarla ir o probar a acercarse, hacerse notar. Se movió con cuidado para
cambiar de escondrijo y al hacerlo rozó las hojas. Aquel leve sonido apenas
rompió el silencio del bosque, pero fue suficiente para que la muchacha girara
el rostro hacia donde él se hallaba. Por un segundo sus miradas se encontraron.
Vio los ojos azules de la niña y su rostro terso, de un color levemente
sonrosado, vio la nariz fina y recta y vio los labios rojos que se abrían en
una mueca de asombro. Todo eso vio sabiendo que ella había visto el destello de
sus propios ojos en la oscuridad del bosque.
V
-
¿A dónde vas?
Había
sido él el primero en hablar. El rostro perfecto de la muchacha solamente le
había paralizado un segundo, inmediatamente se irguió y con un salto ágil y
potente se lanzó al camino quedando a tan solo metro y medio de la joven. A esa
distancia su olor era tan penetrante que tenía que contenerse para no
abalanzarse sobre ella. Temblaba ligeramente y se concentraba en lo que tenía
que hacer, pensaba y maquinaba sin dejar de hablar y escuchar.
-
A la casa de mi abuela.
Se
sorprendió de su tranquilidad. Durante años había imaginado un encuentro como
aquél, siempre había pensado que el terror le doblaría las rodillas, que
arrojaría todo lo que llevara para echar a correr irracionalmente, que sería
incapaz de articular palabra, y sin embargo ahora, llegado el momento, una extraña
frialdad la embargaba. No tenía ninguna posibilidad de escapar corriendo,
bastaría un salto de él para atraparla. No podía gritar y esperar socorro allí,
en aquella parte del camino que discurría enteramente por el bosque. No podía
enfrentarse pues era consciente de que no le daría tiempo a sacar la navaja que
llevaba en la faltriquera bien oculta. No podía hacer nada más que contestar a
la pregunta y esperar a la siguiente.
-
¿Le llevas algo en esa cesta?
Y
había hecho un gesto con la cabeza que ella interpretaba como “no se me escapa
un solo detalle, no puedes ocultarme nada, ni siquiera la navaja que llevas
escondida”.
-
Sí, la comida que le ha preparado mi madre; manzanas, bizcocho, huevos y un
poco de vino… si gusta usted puedo invitarle a probarlo.
Él
se rió con ganas.
-
No se me ocurriría quitarte la comida de tu abuela ¿dónde vive?
Este
era otro momento decisivo. Cabía intentar mentir, engañarle; pero podía suceder
que él supiera perfectamente dónde estaba la casa del otro lado del bosque y se
tratara tan solo de una prueba diabólica. La mentira podía convertirse en la
disculpa perfecta para castigarla y aún ella tendría que justificarle. Prefirió
no mentir.
-
Al final de este camino, cuando gira a la derecha para ir hacia la ciudad se
toma un caminito entre los árboles hacia la izquierda y así se llega a la casa
que está a tiro de piedra del recodo que forma el Río.
-
Sí, ya sé donde es. Conozco la casa. Podría acompañarte.
-
No es necesario, en serio; se lo agradezco pero puedo ir sola sin problemas.
-
¿Y si te encontraras algún peligro en el camino?
Sonreía
al decir esto y dejaba ver sus dientes, grandes y blancos; una dentadura
perfecta, sin una sola caries.
-
¿Qué me voy a encontrar? Además casi he llegado. Seguro que no me pasa nada.
-
No hay que confiarse. Pero de todas formas tampoco te puedo acompañar. Tengo
que resolver otros asuntos. Eso sí, podemos ver quién llega antes a casa de tu
abuela.
El
gesto de extrañeza de la muchacha concedía una rara gracia a su rostro. Supo
que había sido capaz de romper su coraza, de perturbarla. Quizás ahora cedería
la pose que él sabía que le costaba tanto mantener (el ligero temblor en una
mano que imaginaba se daba también en las piernas, el movimiento de la
mandíbula, la forma en que se tocaba el cabello –rubio y entreverado de
castaño, adorable-).
-
¿Quién llega antes?
-
Tras resolver los asuntos que tengo pendientes me dirigiré yo también hacia
allá atravesando el bosque. Veremos si es más rápido el camino que tú sigues o
los que yo conozco por la espesura.
-
Bueno, no acabo de entender…
-
Supongo que mantendrás tu ofrecimiento de compartir la cesta conmigo – le cortó él- quizás en casa de tu abuela
me anime a comer algo.
Se
quedó mirándola aún un momento. La joven había retrocedido un paso y agachado
la cabeza. La tenía donde quería, pero no era el momento; prefería esperar y
ahora imaginaba un plan aún mejor.
Se
perdió en la espesura en un segundo, moviéndose con agilidad sobrenatural, y
ella se quedó en medio del camino sin saber qué hacer. Las piernas pugnaban por
retroceder, por abandonar el camino hacia la casa de su abuela, pero a la vez
sabía de los riesgos que eso suponía. “Y si me está espiando y me ataca cuando
vuelva mis pasos”. “Esa es solamente una posibilidad, si voy a la casa de mi
abuela allí pereceré, y eso es seguro”. “¿Seguro? Ahora te has encontrado con
él y no te ha hecho nada ¿por qué suponer que será diferente en casa de tu
abuela?” “Porque es un asesino, basa mirar esos ojos brillantes, esa forma de
moverse, la manera en que me miraba”. “Y si no vas ¿qué será de tu abuela?
Corre y podrás avisarla, podréis encerraros las dos en casa y esperar socorro o
aguardar hasta que se vaya”.
Fue
este último pensamiento el que la decidió. Si no iba y a su abuela le pasaba algo...
No era especialmente valiente, pero sabía cuando era obligado hacer algo,
aunque te jugaras la vida en ello.
VI
Desde
el bosque veía la casa. Había pasado otras veces por allí y siempre se quedaba
mirándola un rato. Distaba unos trescientos metros de los últimos árboles y
estaba rodeada por un prado agradable que recordaba bien cortado y cuidado años
atrás. Ahora la hierba estaba demasiado alta y varios arbustos habían ido
creciendo acá y allá. La casa no era grande, tan sólo una planta y quizás una
habitación en el desván, porque había una abertura en el techo cubierta por una
contraventana de madera. Siempre había visto una columnita de humo saliendo por
la chimenea y ahora no era una excepción. Se imaginaba el calor en el interior
de aquel hogar, los rincones alejados de la humedad que le envolvía
permanentemente. Ahora que sabía que aquella era también en cierta forma la
casa de la muchacha con la que se había encontrado hacía un rato el deseo de
llegarse hasta ella era aún más fuerte.
Se
arrastró hasta el linde mismo del bosque y desde allí observó con detenimiento
todo el terreno que se ofrecía a su vista. Había un pequeño descenso desde allí
hasta un arroyo y luego subía el terreno hasta la casa, que estaba casi en la
loma de una pequeña colina. Tras la colina se veían las laderas ascendentes
cubiertas de árboles de las montañas que rodeaban toda la zona. Escudriñó cada
centímetro del terreno que podía contemplar desde su escondrijo en busca de
alguna presencia humana. No vio a nadie, ninguna presencia humana en el prado,
en la colina, en las lindes del bosque, en la casa. Tan solo el verde brillante
por las gotas de la lluvia reciente bajo los rayos que se colaban por entre las
nubes grises, casi negras en su panza redondeada.
Salió
de la protección de la espesura. Se lanzó a la carrera cuesta abajo y luego
colina arriba. A unos cien metros de la casa detuvo su carrera y se pegó al
suelo buscando la protección de la hierba alta, intentando buscar los ángulos
muertos entre las ventanas del primer piso. De aquella forma sigilosa se llegó
hasta el muro mismo de la casa, protegiéndose en el último tramo por el brocal
del pozo y un carro que había quedado descuidadamente empinado entre el pozo y
la pared. Pegado a la pared se atrevió a mirar por la ventana. Vio una cocina
con su fuego y su bañal, su mesa y la puerta de la alacena. Una cocina pequeña
y acogedora, pero vacía. Se arrastró por debajo de la ventana y fue hasta la
siguiente. Se alzó con precaución y vio un dormitorio. En la cama una mujer con
los ojos cerrados, mayor, muy mayor, tan mayor que no extrañaba que a aquellas
horas estuviera aún entre las sábanas. Rodeó la casa sin ver ninguna otra
estancia. Parecía que la vieja estaba sola en la casa. La historia de la niña
adquiría verosimilitud. Una anciana que ya casi no podía valerse por si misma
que vivía sola y a la que sus hijas y nietas llevaban la comida. Se aceleró su
corazón al comprobar que el plan que había trazado comenzaba a convertirse en
real.
-
¿Eres tú, niña?
Había
abierto la puerta sin especial cuidado, sabiendo que el ruido despertaría a la
anciana. Dio dos pasos dentro de la casa. A la derecha estaba la puerta de la
cocina, a la izquierda la del dormitorio.
-
¿Eres tú?
Ahora
oía cómo la mujer se levantaba. Se imaginaba que buscaba las zapatillas cerca
de la cama. Él permanecía erguido a la entrada, ahora sin moverse, respirando
profundamente. El pecho subía y bajaba en cada inspiración. Su pulso se
aceleraba.
-
¿Por qué no dices nada? ¿Me has traído la comida?
La
anciana cruzaba ahora la puerta del dormitorio acabando de ponerse una bata por
encima del camisón. La cara de sorpresa al verle casi hizo que él olvidara lo
que con tanto cuidado había planeado. Fue solo un segundo de vacilación que
resultó insuficiente para la vieja. Tras el golpe se llevó la mano a la
garganta mientras sus piernas se aflojaban y la sangre se extendía por el
suelo. Comprobó que ya no se movería y se dirigió a la cocina mientras las
piernas de ella aún convulsionaban. Encontró lo que buscaba: un vaso y una
jarra. La cocina estaba ordenada y limpia, desprendía olor a especias y a
dulces de mantequilla. Evocaba recuerdos antiguos que no sabía si inventados, u
olvidados y recobrados. Una mano en su cabeza y en su espalda, un cuenco de
leche, una palabra cariñosa, mujeres a su alrededor, el calor del hogar
mientras afuera llovía… Pero hoy no llovía, el primer sol de la tarde sobre los
campos lucía esplendoroso y el aire húmedo traía el olor de rosas y madreselvas
de musgo y robles vencidos por los años.
Se
acercó al cuerpo de la anciana. Ella ya no podía hablar, pero sus ojos
inquirían, parecía que imploraban algo. No se detuvo en ellos. Rodeó la cabeza
con su brazo y la incorporó mientras acercaba el vaso al corte en el cuello.
Dejó que la sangre fuera llenando el recipiente. El flujo parecía parar, la
mujer ya estaba muerta. La volvió a dejar en el suelo, le quitó la bata y el
camisón y con éste último le ató los pies. En la pared, como a dos metros de
altura, había un gancho, allí anudó el otro extremo del camisón izando con un
solo brazo el cuerpo de la anciana. La sangre volvía a fluir por el corte.
Acercó la jarra al cuello y dejó que se llenara hasta casi rebosar. Luego bajó
a la anciana y la volvió a dejar sobre el suelo, desató sus pies y le echó
encima bata y camisón cubriendo casi por completo el tronco y las piernas. La
cabeza había quedado ladeada. El brazo derecho estaba doblado y la mano casi
rozaba la barbilla del cadáver, del izquierdo se veía el antebrazo y la mano
que parecían querer alejarse de la bata que cubría lo que ya eran despojos.
Estaban en el espacio que quedaba entre el dormitorio y la cocina, cualquiera
que entrara en la casa lo primero que vería sería el cuerpo de la abuela.
VII
El
corazón no había dejado de golpear en todo el trayecto desde el encuentro en el
bosque hasta aquel momento, cuando al doblar el recodo del camino pudo ver al
fin la casa de su abuela. El camino estrecho entre árboles que había indicado a
su interlocutor un par de horas antes acababa allí, justo al borde del prado
que descendía para luego ascender suavemente hasta la casa. Como siempre, el
humo salía de la chimenea y todo tenía el agradable encanto de la infancia. En
cada fragmento del paisaje que tenía ante sí habitaba un recuerdo y el sentimiento
de que ya nada malo podía suceder la invadió irracionalmente.
La
última parte del ascenso la hizo casi corriendo, la respiración agitada, la
garganta quemada por el aire que luchaba por entrar a alimentar los pulmones.
-
¡Abuela! ¡Ya estoy aquí!
Gritaba
mientras se abalanzaba sobre la puerta que no estaba cerrada del todo. Iba a
empujarla cuando alguien la abrió desde adentro.
-
No entres.
Con
su cuerpo le impedía pasar. Aquel obstáculo por parte de un extraño en la que
consideraba su casa la enrabietó más que asustarla. Pugnaba por entrar y él no
le dejaba.
-
Ha sucedido algo terrible. No mires.
-
¿Qué dices? ¡Déjame pasar!
-
Vine tal como te dije –explicaba él- y cuando llegué vi a unos hombres muy mal
encarados merodeando por la casa. Me acerqué. Me enfrenté a ellos y pelemos.
Huyeron y al entrar en la casa ya no había nada que hacer. Supongo que querían
robar.
Finalmente
ella consiguió apartarlo, pese a lo escaso de sus fuerzas y el enorme tamaño de
él. Lo apartó y vio la escena que le habían preparado. Vio el charco de sangre
y en medio de él el cadáver de su abuela en la posición que ya conocemos.
Se
dobló por la cintura, las piernas dejaron de sostenerla. El horror la invadió,
pero no llegó vencer el asco que le producía la sangre en el suelo. Se quedó
donde estaba, en el quicio de la puerta, ahora ya de rodillas, olvidada la
cesta, anegada en lágrimas e hipidos. La angustia se tomó un respiro, pero
cuando volvió lo hizo con más fuerza. Sintió cómo su corazón se paraba, como
los pulmones dejaban de inspirar, cómo su cerebro se paralizaba, cómo todo se
volvía negro.
Era
el roce en el rostro de una tela fina sobre la que apoyaba la cabeza. Era la
leve despreocupación de la niña sin obligaciones. Era el calor de un lecho en
el que retozar libremente. Yacía sin sentir el roce de las costuras, la presión
de los zapatos, yacía en un lecho blando y desconocido; o quizás no tan
desconocido, puede que tan solo olvidado. El olor era familiar, era olor de
mañanas de domingo y tardes de sábado, era el olor de excursiones con su
hermana o sus padres, era el olor de cuentos y de caricias de su abuela.
Extraño sueño del que despertaba, pesadilla, su abuela en el suelo, en medio de
un charco de sangre, ella ya mayor llevándole la comida, el encuentro en el bosque…
Su
mano descansaba sobre su vientre sin tela que se interpusiera, se deslizo a uno
y otro lado, bajó y subió. Estaba desnuda. Se palpó el pecho. No era el de una
niña. No estaba durmiendo la siesta un día de verano en casa de su abuela como
pensaba. El sueño se volvía realidad, la pesadilla cobraba certeza. Abrió los
ojos. Estaba en el dormitorio de su abuela, en la cama que había compartido
tantas veces con ella de niña. Tenía la misma sensación que entonces, la de un
peso mucho mayor que el suyo en el otro lado que la hacía rodar. Se giró. Allí
estaba él mirándola. Lo supo una fracción de segundo antes de acabar de volver
la cabeza, una fracción de segundo antes de que sus miradas se cruzaran. Eso le
permitió teñir de dulzura sus ojos y esbozar una sonrisa.
-
Has despertado.
-
He despertado.
-
Toma, bebe.
Y
le acercó un vaso lleno de un líquido rojo oscuro como el vino fuerte que
mezclaban con miel los pastores. Acercó el vaso a sus labios y bebió. Dejó que
fluyera a través de su garganta la sangre de su abuela. No dejó que nada
traicionara su conocimiento.
-
Ha sido una experiencia terrible, continuó él. Te he desnudado para acostarte y
que descansaras mejor.
-
Te lo agradezco.
Toda
ella temblaba en su interior al decir esto, pero consiguió que su voz no lo
hiciera.
-
Eres tan hermosa.
Y
sintió una caricia en su muslo que ascendía lenta, inexorablemente.
-
Has sido muy valiente enfrentándote a estos animales.
Los
ojos de ella estaban húmedos, y a ella le pareció que también en los de él se adivinaban
dos lágrimas en lo más hondo.
-
Sé lo que vamos a hacer; pero antes tengo que orinar.
-
Aquí está la bacinilla de tu abuela.
Parecía
que lo tuviera todo calculado, incluso había sido excesivamente apresurado su
ofrecimiento.
-
No podría hacerlo aquí. Nunca lo he hecho dentro. Saldré al prado. Será solo un
momento.
Se
deslizó hacia abajo casi imperceptiblemente, pero lo suficiente para que la
caricia que se había detenido en la cara interior del muslo llegara a su sexo.
-
Te espero.
Ella
salió de la cama. Estaba completamente desnuda y sintió cómo el frío y la
humedad la penetraban. En una esquina había varias mantas apiladas. Tomo la
superior, de tela basta y color oscuro, y se la echó sobre los hombros, la
cubría hasta más abajo de las rodillas.
El
sol de la tarde le pegaba en el rostro. La brisa agitó sus cabellos al cruzar
la puerta de la casa. Todo el verde de los montes se reflejaba en ella. Delante
mismo de la puerta comenzaba el prado. Él la estaría viendo desde el
dormitorio. Hizo como que buscaba un lugar adecuado para agacharse. La hierba
rozaba sus pies desnudos y aquí y allí se le pegaba la tierra humedecida por la
lluvia que había ido cayendo durante el día.
Disimuladamente
se iba alejando, se acercó al brocal del pozo, lo rodeó y se agachó. Él estaría
mirando y pensaría que había encontrado al fin el lugar adecuado para orinar.
Bajó aún más la cabeza y se arrastró hacia el carro que había junto al pozo.
Pasó por debajo de él y ya tras el carro, segura de que no le veía, echó a correr
colina abajo.
La manta flotaba sobre su espalda y se
abría por delante, los pies se hundían en el terreno blando y el frío la haría
tiritar si no estuviera únicamente concentrada en correr, correr y correr hasta
llegar al río que sabía que discurría por el pie de la colina. No quería oír,
no quería volverse, no quería pensar; pero sabía que pronto él estaría
corriendo también colina abajo. Si no conseguía una ventaja suficiente todo
habría sido inútil y moriría como había muerto su abuela. Casi había llegado a
los árboles que flanqueaban el curso del río cuando creyó oír un rugido a sus
espaldas. Intentó correr aún más.
Fue
entonces cuando oyó una voces un poco a la derecha de donde se encontraba. Eran
voces de mujer, el run-run característico de la charla intranscendente que
normalmente acompaña algún tipo de trabajo. Giró hacia el sitio del que venía
el ruido. Allí, a la orilla del
río tres muchachas aprovechaban la corriente y aquella última hora de la tarde
para hacer la colada. Todas con pañuelo a la cabeza, todas arrodilladas junto a
la corriente con las blusas remangadas mostrando los antebrazos blancos por el
frío, el agua y el jabón.
-
¡Hermanas! ¡Hermanas! ¡Ayuda!
Las
lavanderas detuvieron su frotar sobre las piedras y alzaron la vista hacia
quien les gritaba.
-
¡Me persigue! ¡Ayudadme a cruzar el río!
Quizás
en lo alto se le veía ya a él correr hacia donde estaban ellas y por eso no
dudaron un momento ni preguntaron nada. La muchacha no podía saberlo porque
solamente miraba al frente, a la corriente y a las lavanderas. Una de ellas se
puso en pie y agitó el brazo.
-
Ven, te ayudaremos – y volviéndose hacia el río gritó con fuerza- ¡Vosotras!
¡Las del otro lado! ¡Ayudadme!
Al
otro lado del río otras tres lavanderas estaban también haciendo la colada. A
su lado montones de ropa: camisas, sábanas, manteles…
-
¡Lanzad una sabana grande, de cama de señores!
Así
les gritaba la que parecía haber tomado el mando de las operaciones mientras se
metía en el río hasta la rodilla. Desde el otro lado entendieron enseguida la
idea. Una de las lavanderas se puso a rebuscar en el montón de ropa hasta sacar
lo que parecía una sábana enorme y blanca. Con la ayuda de sus compañeras la
estiró, también se metieron en el río hasta casi la cintura y con un movimiento
rápido y elegante lanzaron la sábana hacia el otro lado. Las lavanderas que
allí estaban agarraron con firmeza el extremo de la sábana hasta tensarla sobre
la superficie del agua.
-
¡Vamos, niña! Cruza sin miedo que te sostenemos.
La muchacha se
había quedado admirada de la presteza con que habían dispuesto un paso para
ella sobre la corriente. Entró en el agua fría y trepó hasta colocarse sobre la
tela. De pie sobre ella se sentía flotar, dio dos pasos y comprobó la
elasticidad, su propio peso la impulsaba hacia arriba al rebotar en la
superficie tensada por la fuerza de las lavanderas, con dos saltos de
cervatillo llegó a la otra orilla. Sonreían las lavanderas al verla llegar. Sin
preocuparse de su desnudez las besó y abrazó antes de seguir su carrera monte
arriba.
Corrió sin
detenerse apoyándose en troncos de árboles, agarrándose a arbustos hasta
alcanzar una fuente en medio de la subida que ya conocía desde niña. De unas
rocas manaba agua transparente y fría que formaba un pequeño pozo entre los helechos.
Allí se detuvo y miró hacia abajo. Distinguía a las lavanderas y también a él,
que acababa de llegar junto a ellas. Su corazón se agitó cuando vio cómo
debatía con las que habían sido sus amigas y se llevó una mano al pecho al ver
cómo también para él tendían la sábana que a ella la vida le había dado. Vio
cómo él subía a la sábana y comenzaba también a cruzar el río que pensaba que
la salvaría, entonces un grito de salvaje alegría se le escapó al ver cómo sus
hermanas la sábana soltaban cuando él en medio del río estaba. Le vio hundirse
y desaparecer en medio de las aguas como si de un mal sueño se tratara.
Inspiró
profundamente. Dejó que la invadiera el alivio. Ahora se sentía segura,
confiada. Solo entonces reparó en el barro que cubría sus pies desnudos,
heridos por la carrera en medio de aquella espesura. Con tranquilidad se sentó
junto a la fuente e introdujo los pies en el agua, estaba fría y le
reconfortaba. El agua que manaba iba arrastrando el barro y sus pies quedaban
limpios, blancos. Frotaba suavemente los pies con sus manos, sentía la caricia
del agua y de sus dedos, veía cómo las heridas desaparecían en una alegría
renovada.
Rafael
Arenas García