Cierto, maestro; pero no se te oculta que aquí hay algo más.
Pepote era un diestro que había llegado a lo más alto del escalafón. Temporadas hubo en las que fue el favorito del público y de la crítica. Bien es cierto que más por falta de una competencia real que por sus propios méritos. Correcto, con una buen técnica y ojo educado para entender el toro y lo que podía sacar de él.
Llevaba unos años, sin embargo, en que hasta los críticos más ortodoxos, esos que tienen la habilidad de no enemistarse nunca con la persona equivocada, deslizaban en sus análisis esas expresiones conocidas que son en las carreras como las primeras hojas que caen en otoño. El matador no había sido nunca un Apolo o un Adonis, pero en sus tiempos llevaba con dignidad un traje de luces que ahora se ensanchaba por donde no debía y adelgazaba en donde debería estar prieto. Poco a poco, pero constantemente, los contratos y emolumentos iban bajando. Otras figuras surgían. Había en particular un torero alto y guapo, descarado y tramposo que sabía levantar ¡olés! con los trucos más bajos del oficio; pero que funcionaban con un público cada ve menos exigente, cada ve más lleno de turistas y gentes que solo por curiosidad se acercaban al templo del coso.
Pepote deseaba volver a la posición que tenía. Su cuadrilla lo necesitaba, su familia lo necesitaba, y él lo necesitaba antes de dejar su paso por la arena.
Había aquellos años un joven maestro que había tomado la alternativa poco antes. Era seco como un estilete y serio como la muerte. Cada movimiento suyo en la plaza parecía el preludio de una tragedia. Citaba con la ortodoxia del que espera que cada pase de pecho sea el último. Las líneas eran perfectas, el vuelo del capote y de la muleta había sido trazado por un pintor exiquisto. El toro se acercaba con la bravura de un león y era pasarlo por la cintura para que se convirtiera en un cordero y otra vez en un león en el siguiente pase. Cosa de magia semejaba.
Pepote vio en aquel joven maestro la oportunidad que necesitaba. Un mano a mano entre ambos. Seis toros, tres para cada uno. La promesa de una corrida como nunca se había visto. Hablaron los toreros entre sí. El joven maestro miraba a la vieja figura con atención y con lo que en un mortal sería curiosidad.
- ¿De verdad quiere usted un mano a mano conmigo? -le preguntó.
- Lo quiero. Voy a demostrar que todavía soy quien fui y deseo que usted me acompañe en esa tarde. Será usted una gran figura, maestro, y lo que haremos se recordará durante décadas. ¡Qué digo décadas! ¡Siglos! Dos épocas de la fiesta que se dan la mano antes de que la muerte se lleve a una de ellas.
El joven maestro asintió. Se dieron la mano y pusieron en contacto a sus apoderados.
La suerte quiso que un par de semanas antes del mano a mano ambos coincidieron en una plaza no muy grande. No estaba previsto, pero uno de los matadores del cartel se rompió una pierna al caer del caballo en su finca y el joven maestro tuvo que sustituirlo.
El público sabía del mano a mano que se celebraría y aguardaban expectantes este inesperado anticipo. Desde la barrera Pepote miraba de hito en hito al joven maestro a su lado. No habían coincidido antes en ninguna corrida. Se fijaba en cómo mandaba, en la forma en que cogía los trastos, como esperaba su momento en la plaza, la forma en que miraba al toro, incluso aunque supiera que no era el que le correspondía...
Pepote lidió su primer toro y cuajó una buena actuación. Se acercó más de lo habitual, probó alguna suerte que hacía años que tenía olvidada y mató no del todo mal. Se ganó una oreja y dio la vuelta al ruedo con una sonrisa que era un poco más abierta de la que correspondería a una persona feliz.
Al joven maestro le tocaba el tercero, un toro no muy limpio, que cabeceaba, se arrancaba y paraba, y parecía distraído y distante. Pepote se maldijo por la sonrisa en el corazón que le decía lo difícil que lo tendría su compañero.
El capote confirmó a Pepote que estaba en lo cierto. Le costó al joven acomodar al toro; pero lo hizo. Los últimos pases fueron fluidos y constantes. Pepote se fijó en los ojos fríos del matador y vio un destello en su fondo.
Cuando cogió la muleta un silencio se hizo en la plaza. Tan solo la forma de poner un pie delante del otro hipnotizaba y enmudecía. Un pase, otro, enlazados sin parar, fundidos como un hilo que iba de principio a final. Sin solución de continuidad alguna, entre dos pases, uno de izquierda y otro de derecha el torero sacó el estoque de matar que había estado allí desde el principio y casi sin preparación lo clavó en la testuz hasta la empuñadura. La muerte había quedado enlazada a la faena como si fuera una misma cosa.
Pepote enmudeció.
Le tocaba torear el cuarto de la tarde. Lo hizo con oficio y sin pasión. Nada de lo que vino luego permanece en su recuerdo. Sin acabar la corrida le hizo un gesto a su apoderado, le dijo algo al oído y lo despidió con la mano.
El mano a mano no se suspendió. Otro torero sustituyó al joven maestro. El apoderado de Pepote había hecho las cosas bien y se había guardado esa posibilidad.
Pepote tuvo sus tres toros y otro matador la otra mitad del lote. Pepote hizo lo que había hecho en los últimos años y todos parecieron quedar satisfechos.
El joven maestro siguió su camino.