Si creemos en el mito del mercado laboral, resultará que en una sociedad sana las personas obtienen lo necesario para vivir básicamente a partir de su trabajo. Este trabajo es remunerado y esa remuneración será mayor en función de su calidad. A partir de ahí, serán el esfuerzo y la educación lo que determine el nivel de vida de las personas. Quien tiene una buena formación y capacidad de esfuerzo obtendrá un trabajo bien retribuido, quien carece de alguna de estas cualidades tendrá una vida peor.
La capacidad de trabajo es, en principio, innata al individuo. La educación, en cambio, no depende totalmente de él. La formación comienza cuando la persona es tan solo un niño que apenas ha roto a hablar. Es por eso que una sociedad, con independencia de su modelo económico, debería preocuparse por la educación de sus niños ya que de tal educación dependerá la riqueza futura de la sociedad.
Al final, por tanto, todo se reduce a educación y esfuerzo. El problema es que se trata tan solo de un mito o un cuento; pero condiciona de forma determinante los debates políticos, sociales y económicos. Así, por ejemplo, la constante llamada a orientar la educación a la satisfacción de las necesidades de la economía.
La realidad es otra. La remuneración que obtienen los trabajadores no dependen de la calidad de su actividad, sino del cruce entre la oferta y la demanda de la mano de obra. Cuanto mayor es la oferta de mano de obra para una misma demanda, más bajo es el salario. De igual forma, a igual oferta de mano de obra, cualquier disminución de la demanda hará que bajen los salarios, cuando disminuye la demanda de mano de obra y aumenta su oferta los salarios se desploman. Esta es seguramente la situación en la que nos encontramos ahora, tal como intentaba mostrar hace un tiempo. Este es el problema al que nos enfrentamos y ni un mayor esfuerzo por parte de los trabajadores ni una mejora de la educación conseguirán cambiar esto en su esencia, tan solo matizar o retrasar lo inevitable.
El problema al que debemos hacer frente, tanto en España como en otros países, es el de que el trabajo y el salario han dejado de ser un mecanismo adecuado para distribuir los recursos entre las personas. Algunos índices de que esto está pasando pueden encontrarse ya en nuestra política y sociedad.
Así, en las últimas elecciones generales se planteó de una forma concreta y precisa la necesidad de establecer un complemento salarial en España semejante a los que ya operan en otros países, Estados Unidos, por ejemplo. El diagnóstico es que en la actualidad nos encontramos con trabajadores pobres; es decir, personas que pese a tener un trabajo no obtienen los suficientes recursos como para vivir con un mínimo de dignidad. Esto es, el mercado de trabajo no permite que el salario que de él resulta sea adecuado para una sociedad equilibrada. Ante esto la propuesta es la de complementar con fondos públicos ese salario con el fin de que los trabajadores puedan alcanzar un nivel de vida suficiente.
La crítica que se ha lanzado a la propuesta es la de que su introducción supondría incentivar a los empleadores para que paguen salarios aún más bajos; pero creo que tal crítica no se sostiene. Lo que debemos preguntarnos es si en caso de que no se introduzca dicho complemento los empleadores subirán los salarios, y la respuesta es que no, porque el salario no viene determinado por las necesidades de los trabajadores, sino por el encuentro entre oferta y demanda de trabajo. Si existen tantos trabajadores buscando empleo que están dispuestos a contratarse tan solo por un plato de arroz los empleadores no pagarán más a salvo de que se les obligue. Y actualmente obligarles es complicado porque las imposiciones de salarios y condiciones laborales mínimos en un determinado país pueden ser sorteados mediante la deslocalización de la producción. Así pues, no parece tan descabellado establecer ese complemento salarial; porque de no hacerlo ¿cómo conseguiremos evitar la pobreza de los trabajadores?
Actualmente no tenemos en España este complemento salarial; pero sí tenemos otros instrumentos orientados a resolver las deficiencias del mercado laboral. Dado que el mercado laboral no da trabajo a todos los que lo necesitan es preciso ofrecer recursos mínimos a quienes no obtienen un empleo. Tanto las rentas activas de inserción como las rentas mínimas de inserción ofrecen recursos a quienes no pueden obtenerlos en el mercado laboral. Evidentemente, estas rentas tampoco están libres de críticas, entre ellas la más relevante la de que desincentiva la búsqueda de trabajo. Si alguien puede obtener sin trabajar unos ingresos que no son muy inferiores a los que obtendría trabajando ¿para qué trabajar? Dado que los salarios son cada vez más bajos resulta que el incentivo para trabajar y así perder la renta activa o mínima de inserción es cada vez menor. Como la renta es incompatible con el trabajo, supone una distorsión del mercado laboral, una distorsión que, seguramente, es perjudicial.
Para evitar esta distorsión sería necesario que la renta mínima de inserción fuera compatible con el trabajo; de esta manera no se perdería la renta al obtener un trabajo, sino que se seguiría percibiendo. Es decir, habríamos convertido la renta mínima de inserción en una renta básica de ciudadanía, lo que haría innecesario el complemento salarial defendido por Ciudadanos en la reciente campaña electoral.
La renta básica de ciudadanía evita, por tanto, los problemas que plantean tanto las rentas de inserción como los complementos salariales. Los complementos salariales no llegan a todos, tan solo a quienes ya trabajan, y las rentas de inserción pueden, en determinadas circunstancias desincentivar la búsqueda de trabajo. La renta básica ni desincentiva la búsqueda de trabajo -como veremos- ni se olvida de aquellos que no han logrado un puesto de trabajo.
Es verdad que quienes defienden el complemento salarial frente a la renta básica de ciudadanía mantienen que ésta supondría un fuerte desincentivo para la búsqueda de trabajo; pero esto no es cierto si consideramos compatible la renta básica con el trabajo. En ese caso, el salario se sumaría a la renta básica suponiendo un cambio relevante en el nivel de vida de las personas. Si, por ejemplo, en una familia de cuatro miembros (una pareja y dos hijos) se obtienen 700 euros mensuales como consecuencia del cobro de la renta básica de ciudadanía, en caso de que uno de los miembros de la pareja obtenga un trabajo por el que cobre 800 euros mensuales los ingresos de la familia más que se duplicarían ¿no estarían dispuestas la mayoría de las personas a trabajar a cambio de poder realizar un viaje de vacaciones, comprar una ropa mejor a sus hijos o poder adquirir un coche?
Quienes critican la renta básica de ciudadanía mantienen que eso implicaría que nadie trabajaría y la economía se hundiría. Bueno, eso es muy pesimista. Lo que en realidad tenemos que preguntarnos es cuántas personas renunciarían a trabajar a cambio de recibir una pequeña renta mensual que apenas le daría para comer, pagar un modestísimo alquiler y de vez en cuando comprarse un libro. Más aún ¿Cuántas deberían renunciar a trabajar para desestabilizar nuestra economía? Lo que quizá sorprenda es saber que bastaría con que la mitad de los adultos estuviera dispuesto a trabajar para que la economía siguiera como hasta ahora. En la actualidad solamente 45 de cada 100 españoles en edad de trabajar están ocupados, y con ello producimos más de un billón de euros anuales. En buena lógica, incluso aunque un porcentaje tan alto como un 50% de la población renunciara a trabajar por percibir la renta básica de ciudadanía, no se produciría ninguna contracción económica ya que el otro 50% podría producir lo mismo que producimos ahora.
De hecho, creo que mucho menso de ese 50% renunciaría al trabajo. La mayoría preferiría completar la renta básica con los recursos que pudiera obtener en el mercado de trabajo, como autónomo o como emprendedor. Sin la tensión que supone el temor a verse reducido a la indigencia tendríamos de una sociedad más sana, más equilibrada, menos crispada y donde se explorarían con más intensidad los beneficios del riesgo y la iniciativa económica. La renta básica simplemente equilibraría lo que ahora el mercado no puede dar: un salario suficiente como para que todos puedan vivir dignamente.
Frene a lo anterior aún se plantea que una renta básica de ciudadanía es muy cara; que no disponemos de recursos para convertirla en realidad. No creo que pueda afirmarse tal cosa.
El punto de partida es, por supuesto, el conjunto de lo que se produce en España cada año, el PIB. En el año 2014 fue de 1.041.160.000.000 de euros, más de un billón de euros. Lo que da como resultado, al dividirlo por el conjunto de habitantes del país, una renta per cápita de 22.780 euros. Esto es, a una familia de cuatro miembros (una pareja y dos hijos) le "corresponden" 91.120 euros. Se trata, por supuesto, de una media; pero debería costar explicar cómo un país en el que a una familia de 4 miembros le corresponderían más de 90.000 euros anuales en caso de un reparto igualitaria de la riqueza del país, le sería imposible garantizar que todos y cada uno de sus habitantes dispusieran de una renta mínima que evitara que cayeran en una situación de pobreza.
Si, por ejemplo, tan solo se dedicara un 10% del producto interior bruto a la renta básica de ciudadanía resultaría que a cada español, adulto, anciano o niño, le corresponderían 2278 euros anuales, 184 euros mensuales; para una familia de cuatro miembros, 736 euros mensuales. Y eso con tan solo un 10% del PIB. Evidentemente sí que hay recursos para hacerlo, otra cosas es que queramos dedicarlos a ello, y es claro que existe una profunda resistencia, pero creo que es más por razones ideológicas que por otro tipo de motivos.
De hecho, ahora mismo ya estamos operando en cierta forma con sustitutivos de esta renta básica de ciudadanía; en concreto a través del mecanismo de las pensiones. El gasto de pensiones en España es altísimo en relación a su PIB, alcanzando en 2016 un 13% del PIB. En contra de lo que creen la mayoría de los jubilados, esas pensiones no son el resultado de la devolución de lo que en su día cotizaron los trabajadores, sino que es un mecanismo de solidaridad basado en la idea de que aquellas personas que ya no pueden trabajar han de recibir del Estado una cantidad suficiente para vivir. En la práctica estas pensiones están sirviendo, en muchos casos, no solamente para el sustento de sus titulares, sino también de sus hijos y nietos en el caso de que estos no puedan obtener del mercado laboral lo que necesitan para vivir. Es decir, las pensiones ahora mismo funcionan en nuestra economía de una forma parecida a como lo haría una renta básica de ciudadanía pero con la diferencia de que al atribuirse de forma directa a los mayores no se percibe como un mecanismo que desincentive la búsqueda de empleo.
Este prejuicio -la idea de que una renta básica de ciudadanía implicaría que nadie trabajaría- es, creo, el que dificulta en mayor medida la implantación de la medida. Se trata de un obstáculo meramente ideológico y que descansa en el error con el que comenzaba esta entrada: el mercado de trabajo es el mejor mecanismo para distribuir la riqueza entre los ciudadanos garantizando que todos reciben lo que merecen de acuerdo con su esfuerzo y capacidad. Si partimos de esta asunción la renta básica sería un error porque alteraría el mercado de trabajo: los individuos, que ya no temerían el hambre o la pobreza para ellos o sus hijos dejarían de trabajar y la maquinaria de producción se detendría.
Ante esto se ha de replicar que, como hemos visto, en realidad no es necesario que todo el mundo trabaje para que la economía funcione. Ahora mismo lo está haciendo pese a que menos de la mitad de los adultos trabajan. En segundo término creo que deberíamos reflexionar sobre si queremos una sociedad en la que se trabaja por el temor al hambre o a la miseria. Quienes niegan la renta básica de ciudadanía porque supone un desincentivo al trabajo asumen -consciente o inconscientemente- que es adecuado que sobre las personas pese el temor a la pobreza para forzarlas a buscar empleo. No creo que sea un presupuesto asumible cuando la sociedad dispone de recursos suficientes para todos los individuos. Se hace necesario cambiar la cultura del trabajo para convertirla en un elemento de realización y justificar su búsqueda y desempeño por razones diferentes de las de mera subsistencia.
Claro está que este sería un cambio más profundo todavía. Quien teme caer en la pobreza está dispuesto a situarse en una situación de dependencia respecto a otros con el fin de evitar ese mal. En el fondo las relaciones económicas son relaciones de poder, y el mercado de trabajo es un elemento esencial en el juego de dominaciones, servidumbres y poderes en que consiste la sociedad. Si del mercado de trabajo extraemos los elementos inseguridad, hambre, frío y miseria podrían cambiar radicalmente las relaciones laborales. Algunos puestos de trabajo tendrían que ser rediseñados y las relaciones entre empleador y empleado se modificarían. El trabajo tendría que ser atractivo o estimulante, el trabajador tendría que sentirse corresponsable de la actividad económica y, probablemente, recibir una parte mayor de los beneficios que genera.
Esto ya son palabras mayores y, probablemente, no nos encontramos en situación de abordar ese cambio ahora mismo. Es algo a lo que ha de enfrentarse el conjunto de la sociedad, no solamente la española, teniendo en cuenta diferentes puntos de vista y posibles soluciones; pero es un problema que no podremos aplazar mucho más. Creo que ahora ya es evidente que tenemos un problema con los salarios y que en tanto no se dé el cambio de paradigma que acabo de comentar deberán explorarse soluciones parciales como el complemento salarial o las rentas de inserción, pero siendo conscientes de que se trata de parches que no resolverán el problema de fondo: una necesaria reubicación del trabajo y el salario en nuestra economía y sociedad.
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