jueves, 8 de junio de 2023

Poesía para vencer a la muerte, de Rafael Rodríguez-Ponga

De vez en cuando escribo cosas que imitan a la poesía. Las comparto en un blog que lleva por título "Impresiones Rimadas". Cuando cuelgo alguna entrada en el blog, suelo difundirla también a través de Facebook y Twitter. Al cabo de unas horas o días le pregunto a los más allegados si lo han leído y normalmente lo que recibo es un bufido y algún comentario del tipo "¡Qué deprimente!" "Es para abrirse las venas". "¿Por qué no escribes cosas más alegres?" "¿Qué es lo que te pasa?"


La tercera observación es, quizás, la más significativa. "¿Por qué no escribes cosas más alegres?", ya que uno no elige propiamente lo que escribe. Si acaso, puede tener algo que decir acerca de cómo lo escribe; pero el tema suele venir determinado por la necesidad que uno siente en un momento dado de expresar algo. No elige uno los temas sobre los que escribe, igual que uno no elige los sentimientos que lo embargan (bueno, podría discutirse lo anterior; pero, sin entrar en detalles, creo que estaremos de acuerdo en que preguntar "¿por qué no estás alegre?" cuando estás triste; o, al revés, "¿por qué no estas triste?" cuando estás alegre tiene un sentido limitado). Uno no decide cómo sentirse y, por tanto, tampoco lo que escribe.



Explico lo anterior, porque hace unos días llegó a mis manos el libro de Rafael Rodríguez-Ponga Poesía para vencer a la muerte, en el que realiza un estudio sobre la forma en que la poesía puede ayudar a vencer a la muerte, a sobrellevar el duelo (página 20) e incluye algunos poemas con breves comentarios en relación a este tema: la relación entre la poesía y la muerte (página 15). Cuando vi que en el libro se incluían dos de las entradas que había publicado en "Impresiones Rimadas", pensé que ya no habría escapatoria a ese reproche (quiero entender que cariñoso) con el que los míos saludan casi cada una de las cosas que leen de las que difundo en mi blog. Ya no estábamos ante una apreciación subjetiva de mi mujer o de mi hijo o de mi cuñada; sino que otros veían lo mismo que ellos: el vinculo que había entre lo que escribía y la muerte.
Lo que no saben todavía estos allegados es lo mucho que me identifico con lo que ha escrito Rafael Rodríguez-Ponga. A medida que iba pasando las páginas no podía dejar de repetirme a mí mismo: "¡Esto es!". "Sí, justamente se trata de esto; no otra cosa sucede con la poesía. Al menos, con la poesía como yo la entiendo".
Porque una idea que cruza todo el libro es la de la poesía es una forma de compartir sentimientos. En el caso del autor, el sentimiento de dolor producido por la muerte de su esposa le llevó a encontrar a otros que habían expresado sentimientos de dolor que podían tener alguna relación con el que él sufría en ese momento. "Encontré que mis sentimientos ya habías sido escritos y descritos por los poetas. Con mil matices, detalles, perspectivas y tonalidades. Fascinante" (página 15). De tal manera que lo que uno busca en la poesía es que "le diga algo". Lo explica en la página 32 del libro:

A mi juicio, esto es lo que se produce, o se debe producir, al leer poesía lírica. Los lectores, de pronto, se sienten identificados, en mayor o menor medida, con los poemas, más que con los poetas. De ahí que, al leer algo que nos ha decepcionado, sea frecuente oír el comentario: "no me dice nada". Lo importante es que el lector lea algo que le dice algo.

Este proceso comunicativo al que se refiere Rafael Rodríguez-Ponga es, me parece, la esencia de la poesía. Uno quiere expresar un sentimiento y no encuentra otra manera de hacerlo más que a través de palabras, ritmo, rima o recursos semejantes. Ahí está intentando escribir poesía; pero el fin no es escribir poesía, sino expresar ese sentimiento que le invade.
Ahora bien ¿a quién se dirige el que intenta trasladar ese sentimiento? La respuesta que pudiera parecer evidente es que al lector. Y hacia ahí apunta Rafael Rodríguez-Ponga (página 33):

La comunicación literaria la inicia realmente el lector, idea que confirma el filólogo Miguel Ángel Garrido, gran investigador de teoría literaria. Lo escrito permanece en silencio, no comunica nada en sí mismo, por más que canalice los sentimientos del escritor y libere sus emociones. Lo escrito llega a completarse cuando alguien lo lee.

Cierto; pero, como digo, introduciría un matiz. El autor lo que desea es expresar un sentimiento; pero solamente el hecho de hacerlo ya es liberador. Ese acto de comunicación empieza siendo un acto de comunicación consigo mismo, con el yo actual; pero, sobre todo, con el yo futuro. Me explico. Cuando escribo lo hago con un ánimo parecido al que me empuja a hacer una fotografía o un vídeo familiar. Se trata de conservar el momento; lo que sucede es que cuando se trata de un sentimiento, una fotografía o un vídeo puede ser insuficiente. Es necesario escribir algo que pudiera asemejarse a un poema para encerrar ese sentimiento y poder reproducirlo horas, días o años después. Ese suele ser el inicio. Un sentimiento que te invade y que no quieres que se marche sin dejar huella. Hace años escribí una cosa precisamente para conservar un escalofrío que me sobrevino en una tarde (lo recuerdo perfectamente) y que huía sin que pudiera atraparlo. Este es el resultado. Y aún hoy, cuando lo releo, vuelvo a aquella tarde hace tantos años.

El sentimiento viene en un instante:
fresco olor en la tarde de verano,
luz excelsa de un perfume cercano,
corriente interna, fría y penetrante.
Hondo placer y dolor lacerante.
En el pecho herido hundes la mano,
con rabia buscas anhelado arcano
mientras te apaga la llaga sangrante.
Rozar deseas la fría esmeralda
cuyo brillo sospechas en el centro.
Suave, exangüe, la vida ya se salda;
pero tienes fuerzas y miras dentro,
contemplas de estrellas una guirnalda
mientras viene la muerte para adentro.

La comunicación que quería entablar al escribir esto era con mi yo del futuro; y eso hubiera sido suficiente; aunque, por supuesto, compartir el sentimiento con otro ser humano es mucho más rico, muchísimo más. Explicar algo que es íntimo y encontrar a alguien que metafóricamente apoya su mano en tu hombro y dice "te entiendo" supone, para mí, la culminación de la expresión que empieza con el sentimiento que se quiere atrapar.
Ahora bien, no siempre es así. Tengo escrita una cosa que no he compartido con nadie. Es reflejo de un momento doloroso hace ya años y de vez en cuando vuelvo a ello y recuerdo aquel sufrimiento; pero no ha llegado el momento de trasladarlo a nadie más. No sé cuándo será o si será. Ahí no busco comunicar nada, tan solo expresar algo que siento.
Podría pensarse que es masoquista volver sobre algo que ha sido doloroso; pero encuentro que aquí la expresión purifica y sana. Y de nuevo en esto coincido con lo que plantea el libro de mi tocayo Rafael, que dedica unas páginas a la relación entre lenguaje y salud, donde dice -y acierta- que "dar voz a los sentimientos, en las situaciones más duras de la vida, nos ayuda a recuperar la salud".

De esta manera, lo que uno escribe siempre tiene valor para uno. Es por eso que no acabo de entender la renuncia de tantos a escribir poesía (o algo que se asemeje a la poesía) porque entienden que lo que logran no es suficientemente bueno. La poesía no se escribe para que sea buena; sino para expresar, cada uno con sus palabras, lo que le atenaza, mata, alegra o sorprende (los haikus). Si no tiene valor más que para uno mismo ya es suficiente.
La idea anterior también está en el libro (página 48) donde Rafael recoge la conversación que tuvo con Víctor García de la Concha, en la que le preguntó por qué no escribía poesía, a lo que García de la Concha contestó que tenía tanto respeto por la poesía que no escribía poesía, sino que escribía sobre ella.
Como digo, no comparto esta actitud. La gran poesía y la poesía mediocre comparten lo más importante: expresan sentimientos. La diferencia entre la primera y la segunda es, probablemente, que la gran poesía es capaz de conectar con sentimientos profundos que, de una u otra manera, todos compartimos; mientras que la mediocre apenas servirá para ese proceso de expresión en el que el único receptor es el autor; pero ¿no es eso ya extraordinario?
Así pues, creo que la poesía tiene sentido aunque no se difunda; pero si se opta por hacerlo, por divulgarla, se abre la posibilidad de que lo que uno ha escrito conecte con sentimientos de otros. Y ahí tiene pleno sentido lo que escribe Rafael Rodríguez-Ponga. Una vez iniciado el proceso de comunicación lo que se escribe ya no pertenece al autor, sino al lector, que lo completará con sus propias vivencias. Se aleja del autor para convertirse en una realidad autónoma que, en esta dimensión, solamente servirá si otro ve reflejado en él su propio sentimiento. Lo expresa en la página 32:

Si algún poeta lee estas lineas , ha de saber que, en cierta medida, dejó de controlar el proceso comunicativo.

Lo que Rafael aplica también a su propio libro, que cada lector hará suyo de una manera particular.
Esa capacidad de conectar sentimientos de varias personas es para mí el más alto grado que puede alcanzar la poesía. No calificaría una poesía como buena o mala, sino si, como ya apuntaba antes, me limitaría a valorar si me dice algo o no me lo dice.
Y aquí la subjetividad ya no del autor, sino del lector, es importante. Cosas que no conectarán con una persona sí que lo harán con otra. Tras leer el libro, no me extraña que Rafael haya incluido dos de las cosas que he escrito yo; porque me parece que vemos muchas cosas de forma muy parecida. De igual forma que es fácil que yo conecte con las cosas que escribe, me imagino que también existen posibilidades de que él conecte con algunas de las que yo escribo. Hay un sustrato común en el que podríamos identificar varios elementos relevantes. Entre ellos, y no creo equivocarme, el sentimiento religioso que de una forma u otra está en mucho de lo que escribo.
Y creo que aquí Rafael se ha dejado llevar por ese mismo principio que, me parece, es esencial en la escritura de poesía: dejarse llevar por lo que uno siente y alejarse de criterios académicos, formales o de cualquier otro tipo. Él lo sigue en la selección de autores que incluye. Algunos son clásicos; otros, en cambio, ni siquiera hemos publicado. Espiga lo que a él le ha dicho algo y lo comparte. No puedo imaginar actitud más poética.
No puedo concluir sin constatar que en esos clásicos que incluye casi al final de la obra se encuentre uno que yo, sin dudar, también recogería: La coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Desde adolescente me ha fascinado esa poesía a la vez tan sencilla y tan profunda. Tan libre aparentemente de artificio y que se vuelve tan cercana. Desde luego, también me parece un acierto haber incluido poesía religiosa. Los salmos que escuchamos tantas veces desde niños trasladan una belleza esencial, alejada también del oropel, pero que siento auténtica. A estos dos clásicos les acompaña el "Gaudeamus Igitur". Al principio me sorprendió; pero no puedo dejar de simpatizar también con este recuerdo para lo que es una de las partes más importantes de mi vida, una parte que se ha convertido en inescindible de lo que soy.
Muchas gracias a Rafael por este libro, que espero que a muchos les diga muchas cosas.
Y espero que Rafael Laffitte nos regale más endecasílabos sinceros, profundos, auténticos, como el que encabeza el libro.

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